Otra vida para el Gato

Capítulo 4

El frío de la montaña cala hasta los huesos, penetrando incluso a través del denso pelaje de este cuerpo felino. Los árboles y rocas se alzan como gigantes silenciosos a mi alrededor, sus sombras moviéndose bajo la luz de la luna. La noche se siente como una trampa elaborada, diseñada para confundir mis sentidos.

Cada sonido me hace saltar, enviando oleadas de adrenalina por mi pequeño cuerpo. El crujido de una rama bajo el peso de alguna criatura invisible me eriza el pelo; el siseo de una serpiente que se desliza entre las hojas caídas hace que mi corazón se acelere; el chillido agudo de un ave nocturna que sobrevuela los acantilados me paraliza por un instante. Soy un gato, sí, pero no soy inmortal. La fragilidad de esta nueva forma es un recordatorio constante de mi actual situación.

Mi agudo sentido felino, un regalo inesperado de esta transformación, me ayuda a esquivar algunos peligros que acechan en la oscuridad. Puedo oler el almizcle de un depredador cercano y cambiar mi rumbo, puedo sentir la vibración de pasos en la distancia y ocultarme. Pero sé que no todos los riesgos son visibles o detectables. Este mundo, que una vez existió solo en mi imaginación está lleno de peligros que ni siquiera yo puedo predecir.

A lo lejos distingo la silueta de un acantilado, su borde apenas visible en la penumbra. Mis patas traseras se tensan instintivamente, los músculos respondiendo a un impulso que no reconozco como mío, pero que me salva la vida. Freno justo a tiempo, mis garras arañando la tierra suelta al borde del precipicio. Algunas piedras se desprenden y caen al vacío, y el sonido de su impacto me hace tragar saliva. Respiro con dificultad, el corazón martilleándome en el pecho con tanta fuerza que temo que pueda delatar mi posición. Mierda. No puedo perder la concentración. No ahora. No cuando cada paso podría ser el último.

Cada movimiento cuenta, cada decisión es crucial en este descenso que parece interminable. Bajo la montaña a trompicones, zigzagueando entre piedras afiladas y raíces traicioneras que amenazan con hacerme tropezar. Las sombras parecen cobrar vida propia, estirándose para atraparme, y debo recordarme constantemente que son solo trucos de la luz y mi imaginación sobrecargada.

A lo lejos escucho el rugido del agua, un sonido que crece gradualmente hasta convertirse en un estruendo para mis pequeños oídos. Lo sigo como si fuera el canto de una sirena. Ahí está, el río. La palabra resuena en mi mente con fuerza, un faro de esperanza en la oscuridad.

Me deslizo por la maleza, ignorando los arañazos de ramas y espinas, hasta que finalmente llego a la orilla. El agua fluye rápida y clara bajo la luz de la luna. Me detengo un momento, jadeando, mi pequeño cuerpo temblando por el esfuerzo y la adrenalina. La humedad del aire me refresca el pelaje, y aunque sé que el peligro no ha pasado, me permito un breve respiro. Bebo agua con avidez, saboreando su frescura. Estoy vivo, y eso ya es algo. En este momento, esa simple realidad se siente como el logro más grande del mundo.

La noche se convierte en madrugada mientras sigo el curso sinuoso del río, intentando poner la mayor distancia posible entre yo y la prisión. Mis patas, no acostumbradas a este esfuerzo constante, comienzan a dolerme, y el hambre se instala como un nudo en el estómago ¿Cuánto tiempo podré sobrevivir así? La situación es difícil, sé que tarde o temprano se darán cuenta de mi escape, si es que no lo han hecho ya. Quizás en este mismo momento, guardias y cazadores estén peinando la montaña, buscando cualquier rastro del temido Tez Morquecho, el chico que la profecía marca como aquel que azotará al reino.

Cuando finalmente llego al borde de un pequeño pueblo, el alivio que esperaba sentir no llega. Las calles están desiertas, sumidas en ese silencio inquietante que precede al amanecer. Las casas de adobe se levantan silenciosas y sombrías. El hambre, que hasta ahora había sido un malestar muy pequeño, se vuelve agudo y doloroso.

Intento buscar algo que pueda comer, cualquier cosa que me mantenga en pie un poco más. Paso bajo balcones y ventanas, mi nariz captando el aroma tentador de comida que las familias esconden tras sus muros. El olor a pan recién horneado, a carne asada, a frutas maduras, es una tortura para mis sentidos agudizados. Pero aquí, en este cuerpo pequeño y peludo, no soy más que otro animal hambriento.

Mientras deambulo por las calles empedradas, una ventana se abre de golpe con un chirrido que me sobresalta. Una mujer, su rostro arrugado por el sueño y el mal humor, lanza un cubo de agua con fuerza hacia la calle. El líquido frío me golpea como un latigazo, empapándome de pies a cabeza. El impacto me corta la respiración, y sin pensarlo me aparto rápidamente, resbalando en los adoquines mojados. Perfecto, justo lo que necesitaba. El sarcasmo de mi pensamiento es un eco lejano del hombre que fui. Ahora, tiritando y empapado, esa vida anterior parece un sueño lejano.

Sigo caminando con mis patas dejando huellas húmedas en el polvo, intentando ignorar el peso de la fatiga que empieza a invadirme. El cielo comienza a aclararse, y con la luz del amanecer el pueblo cobra vida lentamente. Puertas se abren, voces soñolientas intercambian saludos, y el aroma a desayuno se intensifica, torturándome.

Finalmente, cuando estoy a punto de rendirme, mis esfuerzos son recompensados. Un carnicero, un hombre corpulento con un delantal manchado de sangre, me observa desde la esquina de su tienda. Sus brazos están cruzados sobre su gran barriga, y hay algo en su mirada, una mezcla de diversión y compasión que me da un rayo de esperanza. Debe haberme visto vagar por las calles, un gato empapado y desorientado, un espectáculo patético.




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