Esto apesta. El viaje continúa en silencio. Dentro de la bolsa de tela en mi forma felina, siento cada paso de Ikal como una pequeña sacudida. Han pasado días desde mi intento fallido de convencerlo de ser mi maestro, de hacerle ver que podríamos trabajar juntos contra el rey, después de todo ambos somos víctimas de ese hombre. Pero solo conseguí su silencio, pesado y denso como una manta sofocante.
A través de un pequeño agujero en la tela, vislumbro por primera vez la capital del reino, cuando escapé de la prisión de piedra no tuve tiempo para detenerme a admirar la zona, ser perseguido a muerte fue la razón, aunque no es que eso haya cambiado mucho. El castillo se alza imponente sobre la montaña, sus torres altas casi perforando las nubes como lanzas de piedra. Es exactamente como lo imaginé cuando lo escribí, y sin embargo, verlo en persona hace que mi corazón se encoja. En algún lugar de esa fortaleza, el rey espera mi llegada, ansioso por ejecutar la sentencia que la profecía dictó para mí. Ser juzgado frente a todos y cortar mi cabeza.
Ikal se detiene de repente. Por el orificio de la tela, observo a una mujer de cabello rojo como el fuego del atardecer. Está seleccionando hierbas en un puesto del mercado, sus movimientos son precisos, conocedores. Sus manos se mueven entre las plantas con la familiaridad de quien ha pasado años estudiando sus propiedades. Quizás sea una sanadora, alcanzo a ver su marca en su muñeca.
—Zyanya.
La voz de Ikal pronuncia ese nombre, y siento que el aire se espesa. Es ella. La mujer cuya historia conocí sin haberla escrito nunca, la madre del hijo que el reino le arrebató a Ikal. La veo tensarse al escuchar su nombre, su rostro con una mezcla de sorpresa y algo más profundo, más doloroso.
—Ikal, pensé que estarías en Mazahua —dice ella, su voz controlada, pero con un temblor apenas perceptible—. Escuché del maestro Yali que te enviaron allá.
—Surgió un pequeño problema y tuve que volver —responde él, su tono intentando mantener una neutralidad que no llega a sus ojos. A pesar de eso, Ikal se mantiene en silencio acerca de que ha logrado capturar al monstruo—. Pero no es nada de qué preocuparse.
Observo cómo la mirada de Ikal se desvía hacia el canasto rebosante de hierbas.
—¿No es demasiado?
—¿Podemos hablar? —Zyanya habla en voz baja, es casi un susurro cargado de urgencia.
Los sigo dentro del saco de tela a través de calles cada vez más estrechas y menos transitadas, hasta que llegamos a una casa vieja de adobe y madera que parece fundirse con las sombras. El olor a hierbas medicinales y enfermedad golpea mis sentidos felinos incluso a través de la tela. Cuando entramos, la realidad de lo que veo me golpea con fuerza.
La primera habitación está llena de camas ocupadas por enfermos. Curanderos sin marca, personas que han aprendido medicina por necesidad más que por don, se mueven entre ellos. Pero es la siguiente habitación la que hace que mi corazón se detenga por un momento.
Niños. La mayoría de las camas están ocupadas por niños heridos, sus rostros marcados por un dolor que ningún pequeño debería conocer. Víctimas inocentes de la paranoia del reino, de la caza de nahuales y sus familias. Me recuerda dolorosamente que no soy el único que sufre bajo el peso de esta persecución.
—Son refugiados. —comenta Ikal,parece tenso—. ¿Estás ayudando a los perseguidos por el reino? ¿Acaso estás buscando que te maten? Si los chamanes o el mismo rey se enteran de esto, no podré ayudarte esta vez.
—Puedo cuidarme sola. —La respuesta de Zyanya es firme y desafiante.
—La mayoría son niños —señala Ikal, y puedo sentir cómo la realización lo golpea—. No estarás haciendo esto por nuestro hijo, ¿o sí?
—No entiendes, Ikal, nunca ves más allá de la situación, —la voz de Zyanya tiembla de emoción contenida—. El pueblo sufre por un rey cobarde, tu rey. Uno de los causantes del asesinato de nuestro hijo.
El grito de dolor que interrumpe su conversación me atraviesa como un cuchillo. Un niño, no mayor de once años, se retuerce en su cama, su rostro contorsionado en una mueca de agonía. Zyanya corre hacia él, ordenando a Ikal que se quede a su lado mientras ella busca medicina, sale de la habitación para ir por las hierbas.
Ikal deja la bolsa de tela junto a la cama, y aprovecho la oportunidad para escabullirme. Pero algo me detiene. No puedo huir, no cuando veo tanto sufrimiento frente a mí. En un impulso que ni yo mismo entiendo, y me transformo de nuevo en humano. Me acerco al niño, ignorando la mirada de advertencia de Ikal. Hay algo en el dolor del pequeño que me llama, algo que va más allá del sufrimiento físico. Puedo sentirlo, una oscuridad que lo corroe por dentro.
No sé qué diablos pretendo hacer, pero hay algo malo en ese niño, y por alguna razón siento que puedo hacer algo.
Sin pensarlo, extiendo mi mano hacia él. La transformación sucede de forma instintiva. Siento cómo mi rostro cambia, cómo mi cuerpo se adapta hasta ser un reflejo exacto del niño. Es un nivel de transformación que nunca había intentado, que ni siquiera sabía que era posible. Y entonces lo veo: el mal que lo consume, visible ahora para mis ojos transformados.
Extiendo mi mano y, como si respondiera a un llamado ancestral, la oscuridad comienza a abandonar el cuerpo del niño, encontrando refugio en el mío. El dolor es intenso, aplastante, pero me mantengo firme hasta que la última hebra de oscuridad deja su pequeño cuerpo.