Marianne
El profesor de economía entró al aula y comenzó su clase. Desde mi lugar, observaba a Russell: su incomodidad era evidente, sobre todo por la presencia del nuevo —David—.
Russell no era antisocial. Tenía amigos, era conocido, incluso popular. Solo odiaba conocer gente nueva. Y David… bueno, David estaba como quería.
"No es momento, Lea. Recuerda la regla."
"¿Regla? Nunca nos ha detenido querer algo."
“Queremos”. Tú eres la que lo quiere."
"Bien que te gusta hacerlo. Podrías detenerme si en serio no quisieras."
"No con chicos del colegio. No con los cercanos a Russell."
"Bah. Eres aburrida."
Lea, una de mis otras voces. Mi parte impulsiva. La adicta al sexo. No sé cómo toma el control, ni cuándo. A veces siento que soy una marioneta y ella solo tira de los hilos.
Russell no merece esto, pero soy demasiado egoísta para dejarlo. Y Lea, demasiado ambiciosa como para conformarse con besos.
Intento concentrarme en la clase, pero siempre termino debatiendo conmigo misma.
Y hoy, lo que menos necesito, es otra guerra mental.
Al salir, Russell me esperaba junto a David. Separados eran atractivos. Juntos... maldita sea.
Russell, con su altura, piel morena clara, ojos azul-grisáceos y cabello negro algo largo, parecía sacado de una historia triste con final hermoso. David, más bajo, rubio con cabello rebelde y ojos color miel, tenía una sonrisa peligrosa.
Al parecer habían hablado. Eso ya era raro. Me despedí de Lizzy, mi única amiga real además de él, y me acerqué con una sonrisa ensayada.
—Y bien, David, ¿eres de por aquí?
—Eh… no. Volví hace poco.
—Vaya. Entonces seguro no conoces muchos lugares. Russell y yo podríamos mostrarte algunos.
—Me vendría de maravilla, Marianne.
—Llámame Mary. “Marianne” suena… distante.
—Está bien, preciosa —dijo con un acento gallego tan marcado que casi sonaba a broma.
—Oh por Dios, tu acento es sexy.
—Jaja, gracias, preciosa.
Miré de reojo a Russell. Incomodidad. Celos. No lo suficiente. Cruel o no, quería ver si sentía algo más por mí. Y hasta ahora... no lo parecía.
—¿Tienes tiempo hoy? —pregunté.
Ahí sí reaccionó.
—Marianne —dijo, con ese tono entre reclamo y advertencia—. ¿No crees que vas muy rápido?
—Vamos, Ru. Es el momento perfecto para hacerlo.
—Por mí no hay problema —respondió David—. Hoy, mañana, cuando tú quieras, preciosa.
Vamos, Russell. Mírame como antes.
—¿Russell?
—Oh… bien. Suban. Tú guías, nena.
Al menos me dijo nena.
Fuimos los tres en su auto. Le mostramos algunos lugares: bares, miradores, y un par de calles que yo conocía. David parecía divertirse. Yo no sabía si disfrutaba o solo actuaba.
Con el paso de las horas, mi interés por él fue bajando. No porque no fuera guapo. Sino porque me vi planeando algo, y eso siempre termina mal.
—¿Qué es lo que más te gusta de España? —pregunté.
—La comida. Es lo que más disfruto de España, Italia y México.
—¿Has ido a Italia?
—Sí, por trabajo de mis padres. Viajábamos mucho.
—Debe ser genial conocer tantos lugares.
—A veces lo es.
—¿Tienes novia? ¿Alguien que te guste?
Vi cómo Russell se tensaba.
—Marianne —dijo—. ¿No estás preguntando demasiado?
Gracias. Una reacción real.
—No me molesta contestar —intervino David.
—Adelante —respondió Russell, fingiendo calma.
—Siempre y cuando no incomode a otros.
—Descuida —dije, provocando—. No incomoda a nadie… ¿verdad, cielo?
—Para nada —respondió apretando la mandíbula.
—Entonces no, no tengo a nadie especial —dijo David.
—¿Quieres conocer a alguien?
—¡Marianne!
David solo rió.
—No creo que encuentres a mi tipo. No me interesa una relación. Soy más de líos de una sola noche.
"Oh no."
"Oh sí."
Lea despertó.
"Dijo líos, Mary. Es una invitación."
"Cállate."
—Interesante —fue lo único que pude decir, conteniendo el caos.
Russell intervino de nuevo:
—¿No crees que ya deberíamos dejarte en casa? Tus padres pueden preocuparse.
¿Celos? ¿O solo ganas de irse?
—Entonces dejemos a David primero.
—Oh, no os preocupéis por mí —dijo él—. Puedo ir solo.
—Amo tu acento —le sonreí—. Pero vives cerca, nos queda mejor así. Russell vive junto a mi casa.
—Vale —aceptó, algo dudoso.
En el camino, me contó que tenía dos hermanos mayores en España y una hermana menor en un internado en Portugal. Sus padres dirigían una cadena hotelera enorme. Todo sonaba demasiado perfecto e irreal.
Lo dejamos y seguimos rumbo a mi casa. Russell iba en silencio. Demasiado.
—¿Te gusta? —preguntó al fin.
—Es guapo… pero no es mi tipo.
—Yo tampoco lo era.
—¿Al fin estás celoso?
—Es normal. Eres mi novia.
—¿Seguro? ¿Celos de novio o de amigo?
La pregunta lo quebró un poco.
—Marianne, yo...
—¿Esto fue un error?
—No, Marianne. No fue un error.
—Russell... tú no me ves así.
—Eres hermosa, sexi y más lista que muchos.
—No te atraigo.
—No quiero terminar contigo.
—Entonces termino yo...
No pude decir más. Me besó. Desesperado, torpe, sincero. Como si intentara salvar algo que ya sabía perdido. Lo seguí, no sabía si era deseo, miedo o costumbre. Pasé a su asiento. Sus manos se aferraron a mis caderas, mis dedos buscaron su piel. Quería sentir que todavía éramos nosotros. Hasta que mi mano tocó el borde de su ropa interior. Y él se detuvo.
—Marianne...
—No digas nada. Por favor.
—Te deseo.
—No lo digas por compromiso.
—No. Es verdad. Pero no quiero que sea así.
Su voz tembló. La mía también.
—Lo sé.
Me besó una última vez. Me bajé del auto. Lo vi alejarse. Subí a mi habitación, me puse los audífonos y lloré hasta quedarme dormida.