Russell
Era la décima vez que llamaba a Marianne. Y por décima vez me mandaba al buzón. No fue a clases. Me dijo que no la recogiera. Cuatro horas habían pasado y ella seguía desaparecida.
—Russell, hablamos de tu novia —dijo Lizzy, cruzando los brazos—. Deberías saber dónde está.
—Siempre te ha preferido a ti —contesté entre dientes.
—Y aun así no me ha llamado. Eso me preocupa. No está actuando como siempre.
El miedo en sus ojos era real. La abracé.
—Promete que si sabes algo, me lo dirás.
—Solo si tú haces lo mismo.
—Lo prometo.
Recorrí su casa, sus lugares “seguros”, los rincones donde solía desaparecer cuando necesitaba pensar. Al final, terminé en la banca del parque de la infancia. Nuestro refugio. Y estaba vacía.
—¿Russell?
Perfecto. David.
—¿Qué pasa? —preguntó con esa voz tranquila que lograba irritarme.
—No es algo que tenga que ver contigo —respondí cortante.
—Russell, yo...
—¿David?
Reconocí la voz de Nathan. Ahora sí, el combo completo.
—Mi viejo amigo David —dijo Nathan, con media sonrisa.
Se conocían. No me gustaba ni un poco.
Me levanté y me alejé sin mirar atrás.
—¡Russell! —gritó David, pero no me detuve. Solo escuché un “Tú y yo tenemos que hablar” de Nathan a David. No era mi problema. O eso creía.
Mientras caminaba, no podía sacarme a David de la cabeza. ¿Desde cuándo conocía a Nathan? ¿Por qué justo ahora volvía al colegio? ¿Y por qué… por qué me molestaba tanto?
De pronto, me di cuenta: no caminaba hacia mi casa. Estaba frente a la de David.
Rodeé la cuadra para que no me viera. Nada que hacer allí.
Entonces sonó mi teléfono. Marianne.
—¿Dónde…?
—Russell, lo siento mucho —su voz sonaba quebrada, asustada—. Necesito hablar contigo. Pero… no en mi casa. ¿Puedo ir a la tuya?
—Claro. Voy para allá.
Colgó. Y justo cuando pensaba que podía respirar…
—¿Así que sí pasa algo?
David. Otra vez.
—Escuchar conversaciones ajenas es de mala educación.
—La buena educación nunca fue lo mío.
—Con los amigos que tienes, me hago una idea.
Fruncí el ceño.
—¿Y tú qué haces aquí?
—Vivo cerca, muy cerca, de hecho estás en la puerta de mi casa —dijo, sonando obvio pero ruborizado.
Sentí que mi rostro ardía. Lo ignoré. No quería conversación. No ahora.
—Mira, David, hazme un favor: no te acerques a mí.
—¿Qué te hice? Si quieres, dejo de hablar con tu novia.
—Ella no tiene nada que ver.
—Parece que me odias.
—No te odio. Solo que no me agradas.
—Eso es cruel —murmuró con media sonrisa—. Podrías haberlo dicho antes.
—Marianne no me dejó.
—Pero aun así me hablas.
—Soy educado.
—Yo creo otra cosa, Russell.
—Y yo no creo tu cuento de niño bueno.
Entonces cambió. Sonrió diferente. Más oscuro. Más real.
—Tienes razón. No lo soy —se acercó—. Así que no me provoques. Aquí vine a portarme bien. No lo arruines.
Me acorraló contra la pared. Mi corazón latía demasiado rápido.
—Escondes algo. Y me hago una idea de lo que es.
—¿Ah, sí? —repliqué, desafiante.
Sujetó mi mentón.
—No me provoques. No juegues conmigo. Soy el mejor jugador. Y no quieres perder ante mí.
Me solté y caminé hacia mi casa, sin mirar atrás. Pero podía sentir su mirada, como si supiera más de lo que decía. Y eso era lo peor.
Porque era cierto. Yo ocultaba algo. Algo que ni siquiera yo quería admitir.
Marianne estaba en la puerta de mi casa. Lizzy la acompañaba. Corrí a abrazarla.
—¿Dónde estabas?
—Russell… —intentó soltarse.
—No digas nada. Me preocupaste demasiado.
No podía dejarla ir. No sin entender qué me pasaba.
—La próxima vez, solo… dime que estás bien. Un mensaje, algo.
Se aferró más a mí, llorando. Mentira, no estaba bien. Nada lo estaba.
Lizzy nos observó, molesta, y se fue sin despedirse.
—R-Russell… Yo…
—Shh. Todo está bien.
Mentira. Sabía que no lo estaba.
Pasamos un rato más juntos, conversando y fingiendo normalidad. Luego la llevé a casa. Sus padres regañaron por la hora. Prometí pasar a recogerla temprano.
Esa noche, solo en mi cuarto, lo entendí: estaba usando a quien alguna vez fue mi mejor amiga.
Al día siguiente, todo parecía normal. Una mentira perfecta.
En la escuela, almorzamos juntos. Sonreíamos, nos abrazábamos, nos besábamos. Como si nada pasara.
A lo lejos, Nathan y David conversaban. Algo en mí hervía.
—¿Russ? —la voz de Marianne me sacó de mis pensamientos—. ¿Estás enojado?
—No.
—¿Es por Nathan y David? Noto que Nathan molesta a David.
—¿Molestar a David? Son amigos. Me da igual.
—No lo parecen —dijo incómoda.
—Habrá sido una pelea.
—Russ…
—No soporto a David. Y menos ahora que sé que es amigo de Nathan.
—Russell…
—Nada. Solo… si le hablo, es por ti.
—Russell, no…
—De hecho, me alegra saberlo. Ya no tengo que fingir que me agrada.
David escuchó eso.
—Perfecto. Entonces, ¿qué haces aquí?
—Que no me agrades no significa que voy a dejar de hablar con mi amiga, Marianne.
Él le tendió la mano. Marianne la aceptó, sonriente.
—Me agradas mucho, David.
—Tú también, linda. Quiero hablar contigo.
—Eh, Russell…
—Hazlo. No voy a prohibirte amistades.
Me quedé ahí, mordiéndome por dentro.
No sabía si los celos eran por ella… o por él.