Russell
—No eres tú.
Eso fue lo único que pude decirle cuando abrió la puerta. No sabía cómo empezar, pero sabía que ya no podía seguir callando.
—¿Qué?
—No eres tú. El problema soy yo.
Marianne me miró, desconcertada. Tenía el cabello suelto, ropa holgada, ojos rojos. Adiviné que había llorado, aunque no pregunté.
—¿Qué hiciste, Russell?
—No se trata de algo que hice… sino de algo que soy.
Se cruzó de brazos. Me dio miedo. No por ella, sino por mí. Por lo que estaba a punto de decir.
—Russell… ¿estás bien?
Asentí. Luego negué. Luego me senté.
—Marianne… no te amo.
—Ya lo sabía —susurró, sin moverse.
—No me atraen las mujeres.
Silencio.
—Me gustan los chicos.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre, creo. Pero… no quería aceptarlo. No quería decepcionarte. Ni perderte. Ni decepcionarme a mí mismo.
—¿Y yo qué fui?
—Alguien que amé profundamente. Solo… no de esa forma.
—¿Y David?
—No lo sé. Me atrae. Pero no sé si es él o algo que se despierta en mí cuando está cerca.
—¿Por qué me llamaste?
—Porque necesitaba verte. Porque no quería mentirte más. Porque tú… siempre has sido lo más importante que tengo.
Ella me tomó la mano. Aun dolida. Aun conmigo.
—Gracias por decirlo —dijo, suave.
En ese momento, alguien tocó la puerta.
—¿Russ? ¿Todo bien?
Mi mamá.
—Sí, má.
La puerta se abrió. Entró. Nos miró. Especialmente a Marianne.
—¿Interrumpo algo?
—No señora —respondió Marianne con calma forzada.
—Luego hablamos de cierto tema de la puerta —me dijo con ceja levantada—. Tu padre y yo saldremos unas semanas. No invitados. No fiestas. No alcohol.
—Sí, mamá.
Y se fue.
Marianne
No sabía cómo decirle lo mío. Quería contarle lo de Lea, quería hablar de lo que yo sentía, pero su madre arruinó el momento. Y después, como siempre, lo enterré.
—¿Crees estar listo para ir en estos días a ver a Dimitry?
Funcionó. Russell sonrió, bajó la mirada y cambió de tema. Planeamos la visita. Por un rato, volvimos a ser nosotros.
Cuando regresé a casa, ya de noche, no habíamos terminado oficialmente, pero sí habíamos puesto pausa. Acordamos seguir viéndonos, siendo los mismos. Prometí no cambiar con él. Y era verdad… pero también mentira, porque en el fondo me aferraba a ese 10% de duda, a la esperanza ridícula de que algún día me deseara, aunque fuera por error.
Llamé a Lizzy, no contestó. No quería ir a casa. Deambulé y terminé en un hotel y después un bar. No vestía para salir, pero eso no importaba; nunca pasaba desapercibida.
Vi a un chico alto, marcado, sexy. Hetero. Me miró, y lo supe: le gusté. Lo atraje. Lea despertó, lo tenía en la mira.
—Lea, Lea, Lea… Así que eso era. No escuela, no drama, solo venirte a tirar con otro.
—No es como si me interesara.
—¿Quién es él?
—Él es… —ni siquiera recordaba su nombre.
—Su polvo de anoche y de hoy —dijo con burla—. Buena elección. Hace muy buen trabajo.
Mi cita a mi lado me miró incómodo.
—Debería halagarme. Lástima que no puedo decir lo mismo de ti.
—Ambos sabemos que mientes.
—Yo debería irme —murmuró.
—No. Quédate —le pedí.
Pero él no se rendía.
—Puedo darte algo mejor.
—No suelo repetir plato si no me gusta.
—Sé que te encantó.
Miré hacia atrás; mi cita ya había desaparecido.
—Te dije que no quería verte.
—Sé que te gusto.
—Pero no quiero nada contigo hoy.
Me giré y empecé a caminar. Él me siguió.
—Detente.
—Encajamos bien. Si no quieres sexo… al menos una cena.
Caí en la trampa.
La “cena” fue pizza en ropa interior: yo con su playera, él en bóxer. Parecíamos dos adolescentes idiotas.
Hablamos de videojuegos, anime, comida, historia. Era un friki. Quise besarlo. Él también quiso. Pero no lo hicimos de inmediato.
La charla nos desarmó, me relajó. Al final… accedí a pasar la noche con él, esta vez sabiendo su nombre y lo que implicaba
Lizzy
Marianne: Nna, si preguntan estoy en tu casa.
Rodé los ojos. Nunca aprendía. Dejé mi celular a un lado y miré por la ventana. Allí estaba Nathan, afuera, con sus amigos… y con Melody.
Melody. La zorra de siempre.
No lo decía por gusto, sino porque, a diferencia de Marianne, Melody no respetaba a nadie. Era vulgar, escandalosa y descuidada.
Nathan parecía incómodo. Cuando todos se fueron, algo en su mirada se rompió. Salí.
—Pequeña, deberías estar durmiendo —me dijo al verme.
Rodé los ojos.
—No es tan tarde.
—¿Y qué debo el honor de tu visita?
—Te observaba —me sonrojé—. A ti y a tus amigos.
—¿Te gusta alguno? Puedo decir que Alex y Max son rescatables.
—No es eso. Te vi distinto cuando se fueron. ¿Pasó algo?
Me miró, bajó la vista.
—¿Recuerdas el parque de los secretos?
Asentí.
Tomó mi mano.
—Es hora de dar otra vuelta.
Fuimos al parque. Nuestro rincón. El de los secretos. Nos sentamos en el pasto.
—He terminado con Melody —dijo.