La ciudad de Xelajú, a pesar de sus frías calles, poseía un cálido corazón y un ambiente acogedor, tanto para sus habitantes como para todo tipo de extranjeros y visitantes. Por sus avenidas y callejones empedrados se vio desfilar una caravana de carretas con el logotipo del circo húngaro “Barajas”. Muchos curiosos acompañaron a la comitiva hasta una amplia parcela destinada para esos eventos.
Al llegar a dicho lugar, personajes exóticos de coloridos atuendos comenzaron a trabajar como sincronizados por un mismo resorte. Unos sacaban tubos de los viejos carretones, otros cargaban con las gigantescas lonas blancas con franjas azules, trabajando sin parar. Los hombres más fornidos, empuñando gigantescos martillos, clavaron las estacas para armar lo que sería la carpa principal donde se iba a presentar el espectáculo.
Una muchacha vestida con una amplia falda de color negro con lentejuelas corría de un lugar a otro, acarreando ya una serie de focos, ya algunos carteles o bien maletas rechonchas. Aquello parecía un organizado hormiguero en donde ningún peón estorbaba el trabajo del otro. De esta manera, estaría todo listo antes del amanecer.
Despertaba la ciudad con la novedosa algarabía del circo. Los niños llegaban buscando a los animales pintados en las caravanas. Ese mismo fin de semana salieron los carros alegóricos para recorrer las principales arterias de Xelajú. Los tigres enjaulados se exhibían y anunciaban como uno de los números destacados junto a su bella domadora, una adolescente de finas facciones que portaba un látigo haciéndolo restallar con estruendo ante la mirada atónita de la gente.
—Señor, señora, ya está aquí, ya llegó el maravilloso circo “Barajas”. No se pierda este magnífico espectáculo traído directamente desde Hungría para deleite de niños y adultos.
Los enanos repartían volantes entre la multitud, completando la información, resolviendo todo tipo de dudas.
Por fin llegó el día de la primera función a la cual acudieron personas importantes de la ciudad. Estos observaban en primera fila, al alcance de una brazada, las actividades desarrolladas en la arena principal. Tan sólo una barda de casi un metro de altura los dividía de los acróbatas en caballos, de los graciosos payasos o bien de la contorsionista.
El último acto era el más sorprendente. Se apagaron las luces. El presentador habló con voz grave denotando la seriedad del siguiente número.
—Señoras y señores, con ustedes ¡Vanuska!
Aún a obscuras, comenzó a sonar “El segundo vals” de Shostakóvich. Un cilindro de luz azul cayó sobre el telón al fondo de la arena, de donde salió una agraciada joven vistiendo un tutú rosa con medias blancas y zapatos de ballet. En su cabello, pulcramente recogido, llevaba una dalia blanca en el costado derecho. Se movía dando pequeños saltos al ritmo de la música de atrás hacia adelante y viceversa, inclinándose con los brazos hacia el frente, casi tocando el suelo con la punta de sus dedos. Su piel parecía casi transparentarse bajo el frío tono azul de la luz que la seguía a cada movimiento, haciéndole parecer como un fantasma.
Dio unas vueltas más en un solitario baile con expresión grave en sus ojos verdes. El maquillaje la hacía ver mayor, pero si uno se fijaba bien en sus facciones, se podía distinguir la ingenuidad de la pubertad madurada a fuerza de una vida nómada y difícil.
La música fue mermando.
—Ahora, estimado público que nos acompaña esta noche —continuó el maestro de ceremonias, hablando desde algún lugar sumido en las sombras —, les voy a pedir absoluta calma, pues la vida de nuestra amada Vanushka estará en juego. Por lo tanto, les suplicamos silencio para no alterar a nuestros animales, evitando así cualquier tipo de accidente. ¡Con ustedes, el acto de “La Odisea”! —El público aplaudió estrepitosamente.
La muchacha le dio la espalda a la concurrencia, alzó un brazo colocando el otro a la altura del pecho. En ese momento entraron varios hombres empujando una gigantesca jaula cuadrada de barrotes de metal. Luego colocaron un cilindro de malla reforzada, lo unieron a la entrada de la jaula para desaparecer inmediatamente detrás de las cortinas de nuevo. La muchacha abrió una pequeña compuerta e ingresó a la jaula en donde había tres montículos en forma de bancos muy grandes.
—Ahora, ¡silencio!
Por el cilindro metálico aparecieron tres gigantescos tigres de zarpas casi tan grandes como la cabeza de la muchacha. La gente suspiró aterrorizada, conteniendo luego el aliento.
La muchacha tomó un látigo; resonó con un golpe seco sobre su cabeza. Rodeó a las tres bestias pardas; estas, con una rutina ensayada, fueron tomando su lugar en los taburetes conectados entre sí por tablones a una secuencia circular por donde debían de desfilar en breve, no sin cierta desgana, dejando en claro su naturaleza salvaje, mostrando de vez en cuando los colmillos mientras rugían. El público estaba atento mientras los tigres sorteaban algunos obstáculos.
Por último pasaron brincando por un aro de fuego ante la mirada atónita de la concurrencia. Luego, así como habían llegado y amedrentados por el sonido castigador del látigo, fueron saliendo uno a uno. Los elementos se retiraron en orden inverso a como se habían colocado. La gente estalló en ovaciones. Vanushka hizo una reverencia.
—Esto fue “La Odisea” con la hermosa Vanushka. Con esto concluimos nuestra primera función aquí en la hermosa ciudad de Xelajú. Y recuerden…
Vanushka ya no escuchó al presentador, pues se dirigía exhausta a su camerino. Al llegar, se sentó frente a un espejo con luces alrededor. Observó su terso rostro maquillado.
—¡Vanushka! —rugió una áspera voz del otro lado de su puerta — ¿Puedo pasar?
La muchacha reconoció la voz de su primo, el fornido hombre a cargo de hacer malabares con pesas.
—¿Qué pasa? —interrogó, al verlo entrar seguido por un hombre esbelto vestido con un pantalón café con rayas beiges, un saco de muy buena calidad y un sombrero de copa.