Paabanc, leyendas de la nueva Guatemala

El corazón de Enrique Gómez Tible

Esta historia me la contó mi amigo de toda la vida, Jorge; le sucedió en el parque Concordia ubicado en la catorce calle, entre quinta y sexta avenida de la zona uno en la ciudad capital de Guatemala.

Cuando aquel estaba en los básicos, le gustaba visitar el referido lugar. La razón era una muchacha morena y delgadita como un tallito de flor a quien le gustaba ir ahí casi todos los días con sus amigas.

En esa ocasión la muchacha había acudido sola. Jorge pensó en acercarse, ese era el momento preciso; si no lo hacía ahora y rápido, quizá perdería la oportunidad. Ella ya había notado las miradas enamoradas de mi cuate. Cómo no, si no le quitaba el ojo de encima totalmente embobado.

Ahí estaba el Jorge sentado en una banca estrujándose las manos, nervioso. Ya era tarde y pronto iba a obscurecer, el tiempo se le escapaba junto con los últimos rayos del sol, pero no se terminaba de convencer con el diálogo ensayado en su cabeza para llegarle a la susodicha dama.

En esas estaba cuando sintió una presencia cerca de él. A su lado se había sentado un hombre esbelto, bien trajeado. Llevaba un sombrerito de ala corta de color azul marino que combinaba con la corbata y los zapatos de gamuza. El bigote, con las puntas ladeadas hacia arriba, le daba un toque de sonrisa a la boca, así como un aspecto intelectual.

—¿Te gusta? —preguntó el recién llegado a Jorge, haciendo un ademán hacia donde estaba la señorita.

Mi amigo lo observó extrañado por un momento, pues su pensamiento todavía repasaba el diálogo para conseguir hablar con la muchacha.

—Sssí —tartamudeó —. ¿Cómo lo supo?

—Es evidente y no sólo para mí, sino para ella también. ¿Por qué crees que no se ha ido?

—¿¡Usted cree que ella lo sabe!? —preguntó entusiasmado.

—Pero claro. Recuerdo cuando tenía tu edad; era igual de tímido que vos, pero ¿sabés qué me ayudó bastante?

—¿Qué? —quiso saber mi amigo.

—Esto —Se metió la mano a la solapa del traje y sacó una libreta de apuntes y un lapicero, poniéndose a escribir de inmediato mientras continuaba —. Nunca falla. Lo bueno de escribir es que tenés más tiempo de ordenar bien las ideas y asegurarte de comunicar exactamente lo que querías decir y no parecer tartamudo frente a ellas; es una buena manera de romper el hielo, mi estimado Jorgito.

Mi amigo se quedó pasmado al escuchar su nombre.

—¿Y usted cómo sabe mi nombre?

—Porque yo sé todo cuanto pasa aquí. Este —hizo una pausa para levantar la vista y señalar con una mano el rededor del parque — es mi territorio.

—A ver, si lo sabe todo, ¿cómo se llama ella? —probó Jorge con un movimiento de cabeza hacia donde estaba sentada la muchacha.

—Violeta —respondió el hombre, restándole importancia, volviendo luego a la tarea de escribir sobre el papel.

—Pero usted no me ha dicho cómo se llama, don —preguntó mi amigo, más por compromiso que por convicción, emocionado por saber el nombre de su amada.

—Enrique… Enrique Gómez Carrillo, aunque nunca supe por qué me decían Tible en lugar de Carrillo. Como sea, soy… bueno, fui un escritor y de los buenos, ¿eh? —Se sobó los bigotes haciendo la punta más hacia arriba con ojos soñadores.

—¿Eso quiere decir que ahora ya no escribe?

—No me refería a eso cuando dije que fui escritor, más bien quería decir… olvidalo. Pues mirá, trabajé para el diario “El Imparcial” y también para “El Liberal”, este último me llevó a varios países, aunque no de la forma en que me hubiera gustado, sino como corresponsal de guerra. Sólo Dios sabe cuánto extraña uno su tierra cuando está lejos. Por eso, aunque sea en corazón o en espíritu yo iba a volver a mi Guatelinda. Y heme aquí.

Luego le entregó a Jorge el papel sobre el cual había estado trabajando. Este lo tomó y leyó un hermoso poema. Sonrió entusiasmado pensando mil escenarios posibles de la mano de Violeta, platicando, recorriendo los dos el parque Concordia.

—Pero date prisa porque ya está obscureciendo y se te escapa la presa, tigre.

—¿Usted vive por aquí cerca, don Enrique? —preguntó mi amigo, en caso de necesitar un consejo para conquistar a Violeta de un viejo lobo de mar en las artes del amor como parecía ser aquel personaje.

—De hecho, vivo aquí mismo.

—¿Aquí en el parque?

—Pues sí —dijo, poniéndose de pie mientras se alisaba las arrugas del pantalón dispuesto a macharse.

Por su porte y la ropa, no dormía ahí evidentemente, pues se veía pulcro. La curiosidad pudo más y como bien dice el dicho, la curiosidad mató al gato y a Jorge, si no lo mató, sí le sacó un buen susto que jamás olvidaría.

—No entiendo.

—Como te dije anteriormente, mi corazón siempre perteneció a Guate, así que pedí que lo mandaran de regreso hasta aquí desde París. Mirá, ahí debajo —dijo, señalando el busto de bronce a la entrada del parque — yace mi corazón.

En ese momento Jorge sintió la cabeza como de plomo. El pelo de la nuca se le erizó. Volteó a ver despacito, pero ya no estaba. Movió las piernas como pudo y salió huyendo. Tanto fue el susto que hasta se olvidó de la pobre Violeta.

Pasó un tiempo sin animarse a ir al parque Concordia, pero finalmente el amor venció al miedo. Cuando por fin regresó, confirmó lo dicho por el hombre. En la placa justo abajo del busto se leía: Enrique Gómez Tible y debajo tenía la fecha: Guatemala, 1873 - 29 de noviembre de 1927, París, Francia.

Finalmente, Jorge le entregó la carta a Violeta y le contó la historia ocurrida en el parque Concordia. Se casaron tiempo después. Hasta la fecha ella todavía guarda el poema que a Jorge le dio el espíritu de Gómez Tible.



#314 en Paranormal
#105 en Mística
#2910 en Otros
#788 en Relatos cortos

En el texto hay: leyendas, relatos, terror magico

Editado: 23.09.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.