Cora caminaba por los pasillos del hospital con un café frío entre las manos y la cabeza llena de pendientes. El cansancio le pesaba en la espalda, pero no tanto como la extraña inquietud que la seguía desde hace días. Las cartas anónimas, la sensación de estar siendo observada, y... esa mirada. Una que había notado más de una vez entre los rostros de los acompañantes en urgencias, entre los pacientes que esperaban en silencio.
Una mirada que parecía conocerla.
Lo que no sabía era que esa mirada tenía nombre. Y pasado.
Tadeo.
Él la había visto por primera vez durante su internado en el Hospital Central de Medellín. Ella y su grupo estaban de rotación por cirugía, y él, en ese entonces, no era más que un hombre en la sala de espera. Un "acompañante" cualquiera. Pero no lo era.
No para ella.
No desde que la escuchó hablarle con ternura a una anciana que no dejaba de gritar de dolor. No desde que la vio llorar afuera del quirófano por perder a su primer paciente. No desde que le pidió disculpas a una familia, como si el dolor ajeno fuera suyo también.
Desde entonces la siguió con la mirada, desde lejos. Aprendió sus gestos. Sus silencios. Sus rutinas.
Y cuando el destino —ese cabrón impredecible— lo trajo a Honduras con negocios turbios, coincidió con ella en el hospital del DF.
O eso le pareció a Cora. Una coincidencia.
—¿Lo conocías de antes? —le había preguntado Paula días atrás, con los ojos más atentos de lo usual.
—¿A quién?
—A ese hombre, el que te saluda con tanta... ¿confianza?
—¿Tadeo? No, jamás lo había visto —dijo Cora, con total sinceridad.
Y eso era lo más inquietante.
Porque mientras más se cruzaban, mientras más se hablaban en pasillos y reuniones casuales, más segura estaba Cora de que nunca lo había conocido.
Pero Tadeo... sí. Él recordaba todo.
Cada palabra. Cada gesto. Cada lágrima que ella no sabía que alguien había visto.
Ahora, las cartas. Las miradas. Las coincidencias.
La obsesión vestida de destino.
Y mientras Cora empezaba a juntar las piezas, Paula caminaba en otra dirección, cargando el peso de lo que sabía, de lo que no decía, y de lo que intuía: que el pasado estaba tocando la puerta, y que Tadeo Torres era más que un rostro entre sombras.
Era un eco que venía de atrás. Uno que Cora no recordaba, pero que estaba dispuesto a hacerse presente, cueste lo que cueste.