Paula lo reconoció de inmediato. La manera en que se movía, cómo medía cada paso, la intensidad con la que observaba sin hablar... ese era Tadeo Torres. No importaba que se presentara como un colaborador más del proyecto de restauración, o que compartiera charlas casuales con Cameron sobre estructuras y planos. Ella lo había visto herido, sangrando, con metralla en la pierna, y una historia que se le escapaba por los ojos mientras intentaba ocultarla con frases vacías. Fue en Medellín. Ella hacía prácticas en el Hospital Universitario cuando entró aquella madrugada, escoltado por dos hombres que no se despegaban de su lado.
Lo había atendido con el profesionalismo que la caracterizaba, pero algo en él quedó grabado en su memoria. Esa noche él no soltó su nombre, pero sí una frase que nunca olvidó:
—Hay personas que sanan con las manos, vos parecés hacerlo también con el alma.
Y luego desapareció.
Hasta ahora.
Paula lo enfrentó una tarde, en la galería, cuando notó que su atención a los detalles no era por el arte, sino por las personas... por Cora.
—Desde cuándo estás cerca de ella —le dijo sin preámbulos.
Tadeo no lo negó.
—Desde Medellín. No me acerqué entonces, pero la vi. Y no he podido dejar de hacerlo desde entonces.
—Ella no te recuerda. Pero yo sí. Y no confío en vos.
—No quiero hacerle daño.
—¿Ah no? Porque cada segundo que te quedás cerca de ella es una amenaza. Y si le hacés daño, juro que sabrás lo que es perder algo de verdad.
Tadeo asintió. No desafiante, sino resignado. Y Paula se fue con el corazón acelerado, preguntándose si había hecho lo correcto o si ya era demasiado tarde.
Mientras tanto, Cora no hablaba del miedo.
No le dijo a Paula ni a Cameron sobre las cartas sin remitente que empezó a recibir hace semanas. Todas escritas a mano, con una letra meticulosa y elegante. Las palabras eran pocas, pero cargadas de un extraño afecto oscuro:
"El tiempo no borra lo que arde en el alma."
"Te he protegido desde que te vi."
"Nadie más lo hará como yo."
Cora las leía con una mezcla de desconcierto y terror. ¿Quién podía conocerla tan profundamente? ¿Quién sabía detalles de su vida en Medellín? ¿Y por qué justo ahora?
No se lo dijo a nadie.
Pero sí actuó.
Se inscribió en un centro de defensa personal. Su cuerpo necesitaba reflejar la fortaleza que ya había conquistado con su mente. Cada golpe, cada giro, cada caída le devolvía un poco más de control.
También empezó un curso de armería. No por capricho, sino por instinto. Y cuando obtuvo su licencia, no lo dudó. Compró una pistola pequeña, fácil de cargar, y aprendió a desmontarla, limpiarla, usarla. La guarda siempre en su bolso, camina con la seguridad de quien sabe defenderse. Pero solo ella conoce el miedo que hay detrás de cada paso.
Cameron también había cambiado. La relación profesional con Tadeo se volvió tensa. Había detalles que no cuadraban en sus informes, movimientos financieros irregulares, reuniones no autorizadas en zonas peligrosas. Cameron confrontó a Tadeo en el sitio de construcción una mañana:
—Vos no estás aquí solo por negocios. Y no me importa quién te trajo, pero si te metés con mi hermana, te juro que no te salva ni nadie.
Tadeo lo miró a los ojos sin pestañear.
—Jamás haría daño a Cora. No lo entiendes... pero algún día lo harás.
—No quiero entender nada. Solo quiero que te mantengás lejos de ella.
La tensión fue tan densa que uno de los obreros se acercó para preguntar si todo estaba bien.
Cameron se fue sin darle la espalda, y Tadeo se quedó, solo, con la mandíbula apretada, el pasado encima, y la certeza de que las cosas no estaban saliendo como había planeado.
Cora seguía trabajando en el hospital, con la bata impecable, la sonrisa profesional y la dulzura intacta. Nadie notaba que ahora observaba cada salida, que cada noche dormía con la pistola bajo la almohada, y que ya no era la misma mujer que creía que el amor podía salvarlo todo.
Lo que ella no sabía, era que la historia que había comenzado en Medellín no había terminado.
Y que alguien la estaba escribiendo... carta a carta.