La paz en mi cubículo duró exactamente hasta que el teléfono sonó. Era la secretaria del Sr. Harrison, con su voz dulce y mortal: "El Sr. Harrison solicita su presencia en la sala de juntas de inmediato, por favor, Valeria". Mi corazón, una máquina tan precisa como yo, se aceleró un milisegundo. Una parte de mí sabía lo que significaba. Era el momento que tanto tiempo llevaba esperando.
Al entrar a la sala, el olor a café recién hecho chocó con el del desastre que me esperaba. El Sr. Harrison estaba en la cabecera, con su sonrisa de 'voy a decir algo importante'. Y, por supuesto, frente a mí, ya estaba él. Damon, con su camisa arremangada, el pelo revuelto como si lo acabara de atacar un nido de pájaros y con una confianza que haría sonrojar a un político. Me dedicó una sonrisa de medio lado que me hizo apretar los puños bajo la mesa. Si mi vida es un reloj, él es la personificación del Tictac, tic, no me importa, tengo la eternidad.
"Gracias por venir, chicos", dijo el Sr. Harrison, haciendo un gesto para que me sentara. "Como saben, la posición de Director de Proyectos Estratégicos está disponible".
Inmediatamente, la temperatura en la sala bajó diez grados. Damon y yo nos miramos como dos depredadores que acaban de encontrar la misma presa.
"Valeria", continuó el jefe, mirándome, "tu meticulosidad, tu capacidad para los detalles y tu disciplina son ejemplares. Eres la columna vertebral de esta empresa. Los números no mienten".
Damon soltó una risita baja. Hice una nota mental para añadirle más hielo o sal, a su próxima taza de café.
El Sr. Harrison se aclaró la garganta, ignorando el ruido de fondo. "Y Damon. Tu creatividad, tu visión y tu habilidad para pensar fuera de la caja son, francamente, un regalo. Has rescatado más proyectos con una sola idea que... bueno, que la mayoría de los demás".
¿La mayoría de los demás? ¿Acaso estaba comparando a un genio del desorden con un robot de la eficiencia? Me ofendí. Mi cerebro empezó a calcular la probabilidad de que mi puño impactara contra su arrogante barbilla.
"El punto es", dijo el Sr. Harrison, "ambos son candidatos perfectos, pero de maneras completamente opuestas. Los socios y yo hemos debatido, y sinceramente, no podemos elegir. Por eso, hemos decidido... convertir esto en una competencia amistosa".
¿Amistosa? A Damon se le iluminaron los ojos. A mí se me encendió la alarma de peligro.
"El que consiga el contrato más grande en los próximos dos meses se quedará con el puesto".
Hubo un silencio. Un silencio tenso, cargado de rivalidad. Y de repente, un estallido de carcajadas. Era Damon.
"¿Una competencia? ¿Sr. Harrison, en serio? ¿Sabe que si esto fuera un concurso de quién come más donas, yo ganaría? Valeria solo se come las de dieta".
Le lancé una mirada que hubiera derretido un iceberg. "Prefiero el éxito profesional a la diabetes tipo 2, gracias".
El Sr. Harrison suspiró. "Damon, por favor. Esto es serio. Se trata de vuestro futuro".
"Lo sé, lo sé", dijo Damon, levantando las manos en señal de rendición. "Solo me emociona. Que gane el mejor... o más bien, el más guapo". Me miró fijamente por unos segundos y me guiñó un ojo.
Me indigné. "Este es mi momento. No voy a permitir que tu falta de seriedad y tu arrogancia arruinen mi ascenso. Yo me he preparado toda mi vida para esto, he seguido cada regla y he trabajado sin descanso. No eres más que un… un irresponsable con suerte", le solte en carretilla, casi sin respirar, el genio me invadía como un escalofrío por toda mi columna vertebral.
Damon se echó a reír de nuevo. "Y tú una robot que necesita actualizar sus emociones, ¿qué te parece? Veremos si tus tablas de Excel pueden vencer a mi genio creativo. Esto va a ser muy divertido".
El Sr. Harrison se frotó las sienes, como quien está cansado de ver a dos niños fajados por la misma paleta, teniendo un frasco entero lleno de ellas, delante. "Muy bien, la reunión ha terminado. Que empiece la competición. Y por el amor de Dios, no destrocen la oficina".
Mientras salíamos, Damon me dio un empujón juguetón en el hombro. "Que la fuerza te acompañe, robot. La vas a necesitar".
"No te confíes, irresponsable", murmuré para mí, ajustando mi chaqueta como si fuera una armadura. "Esto es mi vida. Y los que arriesgan por suerte, siempre caen".