🤍Valeria🤍
El regreso a la oficina fue como entrar en un circo. Bastó con cruzar la puerta principal para sentir cómo cada cabeza se giraba hacia nosotros. No eran simples miradas: eran flechas envenenadas cargadas de curiosidad, burla y una pizca de malicia.
El murmullo fue inmediato. Esa especie de ola sorda que se propaga cuando alguien lanza una noticia jugosa en medio de un estanque lleno de peces hambrientos. Y, como en todo estanque, los tiburones aparecieron primero.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Rebeca, la reina del sarcasmo de Recursos Humanos, mientras alzaba una ceja perfectamente depilada—. Así que el señor “aventuras de una noche” decidió formalizarse. Nunca pensé que viviría para presenciar este milagro.
Alrededor suyo, varias mujeres sonrieron con esa complicidad venenosa de quien ya ha probado del mismo plato. Literalmente. Sus ojos se pasearon por Damon como si estuvieran repitiendo recuerdos privados que yo jamás pedí imaginar. Sentí el calor subir a mis mejillas, una mezcla de rabia e incomodidad.
Él, por supuesto, se lo tomó con la naturalidad de quien está en su elemento. Una sonrisa ladeada, manos en los bolsillos, como si acabara de recibir un trofeo en lugar de una acusación disfrazada de halago.
—¿Y qué puedo decir, chicas? —respondió con voz grave, dándole a cada palabra un dramatismo innecesario—. Cuando el destino golpea la puerta, no queda más que abrirla… y dejarlo entrar.
Algunas rieron. Yo rodé los ojos tan fuerte que casi me disloqué.
Dejarlo entrar. Sí, claro. Damon dejaba entrar a cualquiera con un par de pestañas postizas y un vestido ajustado. Y ahora, de pronto, yo estaba en la mira, como si hubiera ganado un premio que en realidad era una bomba de tiempo.
—¿Así que es cierto? —preguntó otra, una de las asistentes que siempre rondaba como satélite a la órbita de Damon—. ¿Están juntos? ¿Desde cuándo?
La pregunta cayó como cuchillo. Y antes de que yo pudiera abrir la boca, Damon ya estaba respondiendo con esa maldita sonrisa suya.
—Desde hace meses. Fue… inevitable.
El murmullo se intensificó, los cuchicheos casi podían palparse en el aire. Yo quería gritar que no, que todo era una farsa, que me habían arrastrado a un teatro absurdo, pero me contuve. La imagen de Patterson sonriendo satisfecho en el restaurante, me golpeó como recordatorio: contrato primero, dignidad después.
Respiré hondo y forcé una sonrisa que se sentía como papel arrugado pegado a mi cara.
La tarde se volvió un desfile de comentarios disfrazados de felicitaciones, de miradas que escaneaban cada gesto entre Damon y yo como si fueran detectives. Y, como si fuera poco, los cuchicheos más bajos tenían el filo de la envidia. Yo sabía perfectamente qué significaban: “¿cómo terminó ella ahí? ¿qué le vio? ¿por qué no fui yo la elegida?”.
La perfeccionista, la que nunca aceptaba un café ni salía en las fotos de las fiestas de la oficina, ahora estaba “conquistando” al hombre que había coleccionado conquistas como quien junta sellos de correo.
Y si la incomodidad me asfixiaba, la humillación era un hierro caliente en la piel.
●●●
La tarde fue un tormento. Intentar concentrarse en las hojas de cálculo mientras cada colega lanzaba miradas y comentarios velados era imposible.
Y para colmo, apareció el correo de Patterson:
“Antes de firmar el contrato, quiero invitarlos a visitar nuestras oficinas principales en Florencia. Será un honor que conozcan la esencia de mi empresa. Organicen todo, nos vemos allá la próxima semana”.
El corazón me dio un vuelco. Una semana. Una semana para preparar documentos, itinerarios, presentaciones… y fingir que estaba enamorada de Damon durante un viaje internacional.
La sola idea me mareaba.
Pero no había opción.
Al final del día, cuando nos reunimos para organizar el plan, la farsa escaló a niveles ridículos. En la sala de juntas, uno de nuestros colegas —maldita sea su curiosidad— nos sorprendió “practicando” cómo tomarnos de la mano, abrazarnos y simular roces para que pareciera natural.
—¿En serio ensayan eso? —preguntó, aguantando la risa.
Yo quise evaporarme. Damon, en cambio, apretó más mi mano y sonrió.
—Claro. No todos nacemos con química instantánea.
El colega rió y se marchó, probablemente con material para un mes de chismes.
Yo retiré mi mano como si me hubiera quemado.
—Eres un idiota.
—Gracias, amor.
🖤Damon🖤
La reunión terminó tarde. Valeria recogía sus papeles con la meticulosidad de quien intenta aferrarse al control mientras el mundo le arde alrededor. Yo la observaba y sonreía.
—Relájate, robot. No es tan terrible.
—No es terrible para ti —me espetó sin mirarme—. Tú ya tienes experiencia en… actuaciones.
Me acerqué, bajando la voz hasta rozar la provocación.