Pacto con el enemigo

Capítulo 11

🖤Damon🖤

En teoría, deberíamos estar surcando los cielos en el lujoso avión privado del Sr. Patterson, con asientos de cuero, champán frío y esas almohadas que parecían conscientes de tu estatus de “pareja perfecta de marketing”. En la práctica, el destino decidió reírse de nosotros: el avión se averió y aquí estábamos, Valeria y yo, en clase turista, compartiendo fila pero no asiento. La reserva de última hora nos había dejado en extremos opuestos del pasillo: ella sin la ventanilla, yo en el otro lado. La ironía era deliciosa.

La observé mientras la apretaban, le robaban los apoyabrazos y la empujaban con los codos desde ambos lados, todo mientras ella intentaba acomodar un libro en su regazo como si eso pudiera protegerla de la multitud humana que la rodeaba.

—Sí que sois grandes —dijo con cautela, observando a los dos tipos que la apretaban—. ¿Puedo quedarme con un apoyabrazos? ¿No? Vale.

Estornudó justo cuando uno de los hombres a su lado le rozó el brazo; ellos sonrieron con descaro. Ninguna mujer inocente debería hallarse atrapada entre un ejecutivo corpulento con saco azul y un tipo de camiseta ajustada que parecía salido de un anuncio de gimnasio. Ella era un robot, sí, pero uno inocente, eso era un hecho indiscutible.

Se retorció para encontrar el cinturón de seguridad, y al estirarse, su pecho se movió ligeramente, destacando su figura sin necesidad de palabras ni gestos explícitos. Sus melones eran, ¡por dios!, enormes bajo sus camiseta ajustada que proclamaba con humor: “La creatividad no se mide en kilos”.

Uno de ellos se inclinó para acomodar los pantalones, lanzándole una mirada atrevida.

Me aclaré la garganta lo suficiente para que la mirada de Valeria cruzara el pasillo y se encontrara con la mía. Sus mejillas se sonrojaron al instante. Tenía los labios ligeramente carnosos, el cabello un poco despeinado—algo inusual en ella—y pecas que le salpicaban la nariz, adorables y encantadoras. Si llevaba maquillaje, era apenas un toque sutil; la naturalidad le sentaba mejor que cualquier artificio.

Nuestros ojos se encontraron y fue como si un rayo eléctrico recorriera la fila. Por primera vez, sentí que la barrera de “robot perfecto” se desmoronaba, aunque ella me mirara completamente desconcertada.

—Ponte de pie un segundo y deja que el otro salga —le dije.

—¿Yo? —respondió, apuntándose incrédula.

Asentí.

—Por favor.

Parpadeó, estornudó y finalmente accedió. Se levantó, apretando el libro contra el pecho como si fuera un escudo, y yo me sentí sorprendentemente orgulloso de su obediencia. Convencí a los dos hombres para que cambiaran de lugar y Valeria terminó sentándose junto a la ventanilla, yo justo a su lado.

Al elevarnos, el avión vibró ligeramente y nos balanceó; ella levantó la vista hacia la mía con ojos desbordados de asombro. Nos ajustamos en los asientos, y le pregunté:

—¿Mejor?

Me lanzó una pequeña sonrisa, casi tímida, y asintió.

—Gracias.

—No permitiría que te quedaras atrapada entre esos dos —le guiñé un ojo.

Su aroma cítrico me envolvió al instante. Comparado con el sudor y el perfume barato de los otros pasajeros, el suyo era refrescante, ligero y naturalmente cautivador. Noté que sus mejillas adquirían un tono rosa encantador, a juego con la camiseta que llevaba, mientras abría su libro de bolsillo en una página marcada.

Empecé a mirar su lectura de reojo. Ella arqueó la espalda mientras ajustaba la posición del libro, y mi mente viajó a lugares más traviesos de lo permitido. La manera en que sus manos pasaban las páginas, cómo fruncía ligeramente el ceño concentrada… No era simplemente un libro; era un ejercicio de atención absoluta.

—¡Sí! —susurró para sí misma mientras subrayaba con lápiz, visiblemente absorta—. Esto está mucho más intenso de lo que esperaba.

La “pequeña robot”, leyendo sobre romance adulto, subido de volumen, me sorprendió y acaloro. No era fría ni vacía, no completamente. Su entusiasmo por lo que leía, incluso lo trivialmente sensual del contenido, era fascinante. Y yo, sentado allí, en un asiento de clase turista, me sentí como el espectador privilegiado de un pequeño misterio que se desplegaba a mi lado.

Dios, ¡cómo disfrutaba de los vuelos comerciales! Podía observarla, ver sus gestos, sus reacciones y sentir la electricidad de cada momento compartido, incluso sin tocarla. Por primera vez, clase turista parecía un palco privado para estudiar a la mujer que complicaba mi vida y al mismo tiempo la hacía extraordinariamente divertida.

El tiempo pasó lento entre turbulencias leves, anuncios de seguridad y pasajeros que parecían competir en una olimpíada de incomodidad. Valeria, meticulosa como siempre, ajustaba su bolso, organizaba su libro y vigilaba cada movimiento de sus “ex-compañeros de tortura”. Yo disfrutaba cada segundo de su concentración absoluta y de los minúsculos gestos que la delataban: un parpadeo prolongado, un suspiro, la forma en que corría un mechón de cabello detrás de la oreja.

—Damon —murmuró de repente—, ¿crees que estos asientos son una prueba de paciencia diseñada por Patterson?

—Sin duda —respondí, con una sonrisa ladina—. Y creo que él se aseguró de que tu paciencia tuviera que mezclarse con la mía.




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