El periodista se aclaró la garganta, la cámara de video se encendió y el foco de la sala “Primavera” se centró en nosotros.
¡Es la hora del espectáculo! La vocecita sarcástica de mi subconsciente gritó, justo cuando Patterson me guiñó un ojo con aire de misión cumplida.
Mi mente, el manual viviente de la precisión, estaba en blanco. ¿Nuestra historia? ¿El nacimiento de nuestra conexión? La verdad era que nuestra conexión había nacido en una sala de juntas, a base de comentarios mordaces, informes saboteados y una competencia que rozaba lo insalubre. ¿Cómo traducir esa guerra fría en una epopeya moderna y romántica?
—Valeria, el micrófono es tuyo —dijo el periodista con una expectativa radiante.
Me obligué a sonreír, un gesto que se sintió tan falso como una copia pirata de un bolso de diseñador. Busqué los ojos de Damon, una señal, una pista, algo que me permitiera comenzar esta farsa sin desmoronarme. Su mirada me transmitió una mezcla de desafío, calma y esa irritante superioridad que me volvía loca. Era su turno de improvisar, de ponerle el alma.
—Nuestra historia... —empecé, y me detuve, sintiendo cómo el sudor frío regresaba—. Es… atípica.
Damon intervino, el alma de la fiesta, justo a tiempo. Se inclinó hacia mí, deslizó una mano por mi espalda con una familiaridad impostada y se dirigió al periodista con una sonrisa arrolladora.
—Atípica es la palabra de Valeria para "una explosión inevitable" —explicó, con un acento que parecía más italiano de lo necesario—. Nos conocimos, como saben, en la empresa. Éramos… fieros rivales. Dos trenes en la misma vía.
Se detuvo y me miró con una ternura exagerada que me dio ganas de vomitar.
—Valeria es la precisión —continuó, como si estuviera hablando de un algoritmo complejo—, el orden. Yo soy el caos —dijo, sonriendo con descaro—. Éramos lo opuesto, y por eso, al principio, el roce era… doloroso.
Hizo una pausa dramática. Yo solo lo miraba, fascinada y horrorizada a partes iguales por su capacidad para hilvanar una historia con tanta rapidez.
—Pero, —su voz se hizo más baja, más íntima, casi un susurro—, ese dolor se transformó. Un día, en medio de una discusión acalorada sobre cifras y cuotas de mercado, me di cuenta de que su pasión por el control era la misma pasión que yo sentía por la libertad. Vimos que, debajo de la coraza de profesionalismo, éramos dos personas luchando por la misma cosa: dejar una marca. Y allí… entre informes y KPIs —dijo, sonriendo como si los KPIs fueran Cupido—, el odio se transformó en un respeto imposible. Y de ahí al amor… —se encogió de hombros, como si fuera la cosa más lógica del mundo—, solo había un paso. Una noche, un poco de vino de más, y la línea que nos separaba… se desvaneció.
El periodista asintió, visiblemente conmovido. Patterson aplaudía. Yo estaba sin palabras. El beso seco de hace unos minutos parecía haberse transformado, por obra de la palabra, en un momento de entrega y pasión. ¡El tipo era un genio mentiroso!
—Valeria, ¿qué fue lo que te hizo cruzar esa línea? —preguntó el periodista.
Tuve que actuar, rápido. Tenía que darle credibilidad a su fantasía.
—Su… su descaro —dije, sintiendo que la verdad se mezclaba peligrosamente con la mentira—. Su forma de romper mis esquemas. Me di cuenta de que la vida no se trata solo de planificar, sino también de vivir el momento. Damon me enseñó eso. A… a ser menos robot y más persona.
Damon apretó mi mano, la suya cálida contra la mía, con una intensidad que no me esperaba. El contacto no fue falso. Fue una señal de que estábamos juntos en esto.
—Y Florencia… —dijo Damon, volviendo al presente—, es el lugar perfecto para celebrar esta unión de contrarios. Es la cuna del arte, y nuestro amor es nuestra obra maestra.
El resto de la sesión fue un borrón. Más fotos, más anécdotas inventadas (incluyendo una sobre cómo casi me arruina una presentación importante por cambiar mi agenda last minute y cómo eso me había “enseñado a ceder”), y una despedida triunfal de Patterson, que nos felicitó por ser "una pareja de ensueño".
•••
De vuelta en la suite, la tensión regresó con el golpe seco de la puerta al cerrarse.
—¡Estuviste increíble! —dijo Damon, acercándose a mí, su sonrisa amplia y genuina.
—Estuviste… descarado. Y mentiroso —le corregí, aunque había una punzada de admiración en mi voz—. Pero funcionó. El periodista se lo creyó todo.
—El arte de la seducción es el mismo, ya sea que quieras un contrato millonario o a una mujer hermosa: cuentas una historia que nadie pueda resistir —se jactó, con la toalla del baño en la mano.
Me alejé de él, sintiendo que la cercanía era demasiado peligrosa después de la intensidad fingida de la mañana.
—Tenemos que tener un plan, Damon. No podemos improvisar en cada momento. Necesito un guión. Una historia de fondo con fechas y detalles que ambos podamos recordar. Si nos preguntan por el nombre de nuestro primer restaurante, no podemos dar respuestas diferentes.
—¡Aburrido! —exclamó—. ¿No puedes simplemente dejarte llevar? La improvisación tiene más chispa.
—No. Soy Valeria, el robot, ¿recuerdas?. Y los robots funcionamos con algoritmos. Dame los datos clave de tu historia, y yo los organizo en una línea temporal coherente.