"Pacto De Sangre" Yabagu-n oghul: Hijos de la Noche

Capítulo I

Germania, orilla oriental del Rin, siglo I d.C.

No le bastó a los dioses todos los infortunios que Anya había cargado en sus quince años. El peso de su sangre mestiza —aquella que ardía como brasa bajo la nieve de Chattia— no les pareció castigo suficiente.

¿Acaso conspiraban contra ella? ¿Era aquella mezcla de linajes, esa maldición silenciosa, la culpable? No, jamás había elegido nacer entre dos mundos. Y sin embargo, la culpa trepaba por sus venas como hiedra venenosa, estrangulándola hasta dejarla sin voz.

Desde el primer aliento las desgracias le acecharon. La muerte, esa aliada macabra de la guerra, le había arrebatado a su madre —el recuerdo de su sonrisa solo sobrevivía en los sueños— y a una hermana mayor, cuyo nombre ya nadie pronunciaba. Y en el centro de todo, Maldras: un titán de cicatrices y ambición infinita, que devoraba tribus enteras para saciar la sed de poder. El mismo que ahora amenazaba con cortar el último hilo de libertad que le quedaba.

—¡Nunca! —rugió Anya, hendiendo el aire con su voz como un hacha—. No me casaré jamás con el santurrón de Requiario.

—¡Calla! —Audofleda le clavó las uñas en el brazo, dibujando lunas crecientes en la piel morena—. Así lo decidió tu padre. ¿Quién te crees para desafiar al gran regis?

El odio le quemó la garganta. Él, otra vez él. El mismo que había convertido los nombres de su madre y su hermana en un susurro prohibido.

—Es mi vida —escupió, liberándose con un tirón que hizo crujir las costuras de su túnica—. Prefiero pudrirme en el pantano antes que entregarme a ese carnicero.

—Deberías dar gracias de que tu padre te ofrece un marido —Audofleda la arrastró hacia el espejo, cuyo marco de bronce oxidado enmarcaba una realidad distorsionada—. Mírate. Ni los rasgos de los chattos, ni la estampa de los del sur. Eres un fantasma entre dos tierras. ¿Qué hombre querría una mujer que ni siquiera puede decidir qué sangre maldecir?

Anya contempló su reflejo: cabello ébano en un mar de trigo, ojos ámbar en un mundo de zafiros, estatura compacta que desafiaba la elegancia esbelta de su pueblo. Todo en ella parecía gritar que era un error, un error grabado en cada poro. Sin embargo, también era como un corcel indomable, imposible de doblegar incluso para el poderoso Maldras.

—Déjala, mamá —exigió Adagny, la más pequeña.

—¿Dónde crees que vas, maldita malcriada? —bramó Audofleda cuando Anya se zafó, pero ya era tarde.

Ella corrió como si las sombras de Maldras mordieran sus talones. No hacia las murallas, sino hacia el claro del bosque donde los sauces inclinaban las ramas como cómplices, donde el río llevaba aún el nombre secreto que su madre le había dado.

La madera carcomida del bote crujió bajo los pies, pero ni eso la detuvo. Remó con furia, hendiendo el agua quieta, hasta que la corriente la arrastró río abajo. Ató la soga a un tronco nudoso y se sentó en la orilla, donde las piedras afiladas mordían su piel como recordatorios de su condición de intrusa.

El río susurraba en la lengua prohibida de su madre, pero Anya se arrancó las botas y enterró los pies en el fango helado, desafiando a los dioses y al mismísimo Maldras a que la encontraran allí, semidesnuda y salvaje como los juncos que mecía el viento.

«La mujer debe probar su valía con obras, no con ociosidad. Teje bien, Anya. ¡Mira esas puntadas torcidas! —las palabras de Audofleda vibraban en su mente como un eco interminable—. Inútil. Buena para nada. ¿Qué hombre querría una gata salvaje como tú?»

Las había escuchado tantas veces que podía recitarlas sin olvidarse de una sola. Cada insulto, cada ataque verbal que había recibido por parte de la esposa de su padre, había quedado grabado en el alma de la niña; pero ya era una mujer, y se había encendido en ella una llama de rebeldía que ardía ahora con más fuerza.

—¿Por qué no nací hombre como Kay? —se preguntó.

Arrojó una piedra. La vio rebotar sobre el agua, una, dos, tres veces, antes de que desapareciera por completo en la profundidad del río.

El resentimiento, alimentado por la envidia que sentía hacia su medio hermano por el simple hecho de haber nacido hombre, resurgió con vigor. Él podía cabalgar libremente sobre Rosamunda, la yegua salvaje; a ella, en cambio, ni siquiera se le permitía acercarse al animal. Él podía tensar el arco, blandir espadas y luchar codo a codo con su padre como un igual, mientras que a ella solo le concedían agujetas de hueso y una vieja paleta de madera de la cocina. Pero lo que más le quemaba por dentro era saber que él tendría el privilegio de elegir esposa, mientras que para ella el destino ya estaba sellado, sin posibilidad de escapatoria. ¿Acaso debía resignarse a aceptar sumisa aquel futuro impuesto? La idea le repugnó. Jamás lo haría.

—¡No más! —gritó —¡No más! —gritó aún con más fuerza, y sintió cómo se liberaba de su pecho el nudo que la oprimía.

La fresca brisa del norte, que abrazaba la montaña como un susurro helado, anuncio inequívoco de que llegaba el invierno, erizó su piel. Una pequeña chispa de esperanza calentó su alma desesperada: faltaba apenas una semana para su cumpleaños número dieciséis, y con él, la promesa de libertad que ahora pendía de un hilo, debido a aquella unión a la que se rehusaba con todas sus fuerzas. Maldijo su suerte: Requiario poseía como virtud todo lo que odiaba en un hombre. Y la madre... se erizó al pensar en aquella mujer robusta y maloliente. Ella era la encarnación del mal; Audofleda se quedaba pequeña a su lado.




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