"Pacto De Sangre" Yabagu-n oghul: Hijos de la Noche

Capítulo II

Sobre Anya, la densidad de la Selva Negra se extendía imponente, desde el valle del Rin en el oeste hasta las tierras altas de Suabia en el este, y desde el río Neckar en el norte hasta la región de la Alta Suabia en el sur. Era un lugar donde las sombras de los árboles se retorcían como criaturas vivas, y el susurro del viento entre las ramas parecía murmurar advertencias en una lengua olvidada.

Pasos sigilosos, como los de un animal al acecho, se detuvieron cerca del agujero que la aprisionaba. Anya desenvainó otra daga y se aferró a ella con fuerza, como si fuera su única esperanza en aquel infierno oscuro. El dolor en sus costillas arreciaba con cada respiración entrecortada. Finalmente, una tenue luz bañó el hoyo donde yacía, permitiéndole distinguir la figura que se asomaba. No era un lobo. Tampoco uno de los vándalos. Era un hombre, alto y fuerte, cuya silueta se fundía con las sombras del bosque. Inclinándose hacia el hoyo, le extendió una mano.

—¡Aléjate! —intentó gritar Anya con todas sus fuerzas, pero el grito se ahogó en su pecho, sofocado por el dolor que apenas le permitía respirar.

—No temas, no voy a hacerte daño —dijo el hombre con una voz que Anya percibió como un susurro de acero: cálido como el pecho de su madre, pero cortante como la hoja de la daga que aún sostenía entre sus dedos. Nadie osaría desafiar esas órdenes.

—¡Aléjate, monstruo! ¿Por qué debería creerte? —se alzó del suelo, empuñando su arma y conteniendo el dolor—. ¡No te temo! —le encaró airada.

Una risa se dibujó en los labios del hombre, y el gesto enojó aún más a Anya.

—Ven —insistió él—. El bosque es traicionero; no es seguro para una niña como tú quedarse aquí sola.

—¿Niña yo? —se mofó ella, arrogante.

-Serás una cena exquisita para las fieras hambrientas del bosque -añadió él, ignorando su sarcasmo.

Anya no respondió, analizando cada palabra con precaución. Sabía que, en su estado, no podría contra aquel titán de acero.

—Como quieras, niña —dijo él, adoptando una postura imponente que la hizo sentir aún más pequeña.

—¡Espera! ¡No te vayas! —gritó, dándose cuenta de que aquel hombre era su última esperanza. Cerró las manos en dos puños y se maldijo por sonar tan desesperada.

—¿Por qué no debería, mocosa malagradecida?

—¡Mocosa! Me has llamado mocosa, pedazo de imbécil. ¿Cómo te atreves? ¿Acaso tienes idea de quién soy? Yo soy... —se tragó las palabras, terminando atragantada con su propia amargura.

¿Quién era en realidad?, se cuestionó.

—¡Haré lo que me pidas! —El hombre se quedó quieto, como si estuviera pensando cuál sería su próxima jugada—. ¿Entonces vas a sacarme o no? —añadió ella, desesperada.

—¿Lo que te pida, segura? —preguntó él, deteniéndose.

—Lo que sea —respondió ella, conteniendo el temblor de sus manos.

—No te retractarás —exigió él.

—Siempre cumplo mis promesas —dijo decidida.

—Entonces este pedazo de imbécil va a salvarte la vida por tercera vez —dijo, agachándose nuevamente al borde del hoyo-. Toma mi mano.

Anya dudó por un instante. ¿Podría confiar en él?

Guardó la daga en el cinturón de cuero que ceñía su delgada cintura y, con un gemido ahogado, le extendió la mano. Al contacto de sus pieles, un escalofrío inexplicable le recorrió la espina dorsal. Las piernas le temblaban, pero él la sostuvo con firmeza, envolviéndola entre sus brazos como si fueran dos cadenas de hierro forjado.

Alzó la mirada y sus ojos ámbar se encontraron con los del hombre, sintiendo que se ahogaba en aquellos dos pozos profundos, tan azules como el cielo invernal, que escrutaban con detenimiento cada uno de sus gestos.

—Gracias... -murmuró, rompiendo el silencio.

—Agradécemelo más tarde —interrumpió, volviéndose—. Pronto anochecerá. No nos queda mucho tiempo. Sube a mi espalda.

El hombre se agachó, revelando una espalda cubierta de runas que brillaban con un fulgor tenue, como si la luna las hubiera tallado en su piel bronceada. Anya no pudo contener su asombro al ver cómo los hermosos símbolos se entrelazaban, dibujando un mapa de cicatrices antiguas que contaban las historias de batallas olvidadas. Y, como tentada por un hechizo, extendió una mano y, con la yema de su dedo, rozó una de ellas:

La runa cobró vida bajo su tacto, cálida como las brazas de una hoguera y vibrante como el aleteo de un colibrí, emanando un brillo dorado que iluminó la oscuridad. Entonces, como un canto antiguo, brotaron de sus labios las palabras en una lengua olvidada, que resonaron en las tinieblas atrayendo a los seres que resguardaban:

𐰖𐰉𐰍𐰆𐰣 𐰆𐰍𐰞

—Yabagu-n oghul —susurró, paralizando de miedo al hombre, y las runas palpitaron en su espalda con un ritmo animal, sincronizado con los latidos desbocados de Anya—. Hijo de la bestia—. Las últimas palabras salieron de sus labios como un mantra encantado.

El hombre giró la cabeza con la lentitud de un depredador acechando a su presa. De sus ojos brotó un destello carmesí, como si dos bestias lucharan tras sus pupilas. Aquel cántico había despertado algo primitivo en su interior. Se alzó entonces, lento pero imparable, y cada centímetro que ganaba en tamaño era como un latigazo de terror que hacía retroceder a Anya, helándole la sangre.




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