Cuando Anya despertó, lo primero que vio fue el intenso azul de los ojos del hombre, como un océano de hielo que amenazaba con arrastrarla al abismo. Tendida sobre un lecho de musgo y hojas secas, con su cuerpo desmadejado, vulnerable, expuesta, como una ofrenda ante aquel desconocido, cuya respiración entrecortada resonaba más fuerte que el viento.
Con dedos que temblaban de frío y furia, buscó a tientas la daga en su cintura. Pero Anya no calculó que él ya había adivinado sus pensamientos. Se abalanzó sobre ella como un depredador, derribándola con un gemido ronco. Sus cuerpos chocaron, mezclándose en un torbellino de calor y frío, de sudor y piel. Anya temblaba, inmóvil, prisionera de aquellos brazos que se aferraban a sus muñecas como grilletes. El cabello del hombre, como una tormenta dorada, desordenado y salvaje, pero brillante como el acero de la daga, le rozó la mejilla como una suave tempestad, y la barba áspera rasgó el aire al inclinarse. La distancia entre sus bocas era un suspiro, un abismo que Anya deseaba y temía cruzar.
El hombre contrajo la mandíbula cuando la mirada dorada de Anya, brillante como el sol se posó en él. Era tan cálida que atravesó la coraza que resguardaba su corazón, haciéndolo latir de manera descontrolada.
—¿Así me lo agradeces? —murmuró él con voz de trueno distante, mientras su aliento caliente como brasa le recorría el cuello.
Ella arqueó la espalda, desafiante, y sus ojos ámbar se encendieron como llamas en la oscuridad.
—Suéltame —le ordenó, pero él la sujetó con más fuerza, clavándola contra el musgo—. ¿Qué… crees que haces, bruto? Me lastimas —dijo ella, recobrando la razón y rompiendo la tensión del aire.
—¿En serio pensabas que podrías hacerme algo con esto? —replicó él, jugueteando con la daga entre sus dedos—. Necesitas más que una simple arma para derrotarme, jovencita.
La mano del hombre se deslizó hasta su garganta, haciendo un poco de presión. El corazón de ella golpeaba como un tambor de guerra, y él se detuvo al sentir el pulso acelerado que la traicionaba. No fue el miedo lo que le nubló la razón a Anya, sino el fuego en su vientre, la electricidad que le erizaba la piel donde sus cuerpos se rozaban. Y él lo notó, y una sonrisa lenta, peligrosa, se dibujó en los labios del hombre.
—Cuidado con las palabras, pequeña fiera —susurró, llevando la daga hasta su garganta—. Basta de juegos. Dime, ¿quién eres? El filo de la daga cortó la piel, y un hilo de sangre rodó por el cuello de Anya.
—No… soy nadie —jadeó ella, maldiciendo cómo su voz se quebraba.
—Mentirosa. Esas palabras no son para humanos. ¿Cómo sabías lo que estaba escrito en las runas? Dime —le exigió él.
—No lo sé —le gritó.
Cualquier otro persona hubiera muerto por alzarle la voz. Aquel atrevimiento de desafiarlo se pagaba con sangre. Pero ella no era cualquiera. El fue consciente de ello desde el primer momento en que la vio en la orilla de río. Se contuvo para no reír. La imagen de ella gritándole a los siete vientos le vino a la mente. Definitivamente, la pequeña gata salvaje tenía buenos pulmones. Y aquella manera en que lo miró, con esos ojos ámbar que ardían como brasas en la penumbra del bosque, no lo enfureció: lo hipnotizó. Algo en la mirada desafiante de ella, en la firmeza del mentón levantado y en el temblor casi imperceptible de aquellos labios rosados, lo detuvo. No era miedo lo que vio en ella, sino una ferocidad que lo hizo temblar por dentro.
El hombre liberó su agarre con lentitud, como si luchara contra sí mismo, y apartó la daga del cuello de Anya. Para su asombro, no había herida, solo un fino hilo de sangre que serpenteaba por su piel pálida. La cicatrización había sido instantánea, demasiado rápida para ser humana. Sus ojos se estrecharon, y por un momento, el aire entre ellos se volvió espeso, como si el mundo entero contuviera la respiración.
Se levantó con un movimiento fluido, como un depredador que no pierde de vista a su presa, y extendió su mano hacia ella. No era un gesto de paz, sino una prueba. Sus dedos, aún manchados con su sangre, parecían una advertencia y una invitación al mismo tiempo. Anya lo miró fijamente, sin apartar la vista, con el corazón golpeándole fuerte.
—Levanta —dijo él, con una voz que era más una orden que una invitación.
Anya se incorporó como pudo. Las piernas le fallaban, pero se negó a volver a tomar aquella mano. Sabía que tomar esa mano no era solo un acto de sumisión, sino el comienzo de algo que cambiaría su vida para siempre. Una parte de ella, le gritaba que deseaba hacerlo, mientras la otra, le alertaba que no confiara él. Se quedó allí por un instante suspendida entre el deseo la desconfianza. Sabiendo que después de aquel día, nada volvería a ser igual.
—Como quieras —dijo el hombre—. Camina, dentro de poco se hará de noche. Toma, puede que lo necesites —añadió, tirando la daga al suelo. Anya la tomó y comenzó a seguir sus pasos desde la distancia.
El sendero que tomaron era invisible. Las piedras filosas y las ramas secas lastimaban sus pies descalzos. Las gruesas raíces de los grandes árboles que sobresalían de la tierra le dificultaban el camino.
Anya sintió una presencia, no estaban solos: algo los seguía desde las sombras, acechándolos.
El hombre se detuvo y, con un gesto de su mano, le pidió que se detuviera. Ella no protestó; se contuvo de hacer lo que él decía. Él llevó un dedo a sus labios, como pidiéndole que no hiciera ningún ruido. Con la mirada fija en la nada, dio algunos pasos hacia atrás, acercándose a ella y tomándola de la mano.