"Pacto De Sangre" Yabagu-n oghul: Hijos de la Noche

Capítulo IV

La maldición de los Ulfhednar era el legado que perseguía a todo hijo varón de la tribu hunos. Y que ahora, Ernak, el último de los vargr, contenía bajo cadenas tatuadas con sangre y dolor al lobo que rugía en su interior.

Pero esa noche, bajo la luna creciente, la bestia estaba más cerca que nunca de liberarse. Aquel imprudente acto de Anya era como jugar con fuego. Si continuaba a su lado, correría la misma suerte que las almas que osaron interponerse en el camino del hombre-lobo. Las entrañas de Ernak se retorcieron al invadirle todas aquellas imágenes de la última masacre: gritos ahogados, miradas petrificadas por el terror. Ningún recuerdo lo atormentaba más.

¿Cómo había podido? Debió morir al nacer. Sí, esa era su verdadera maldición: no haberlo hecho.

Bajo el pelaje negro, Ernak luchaba por mantener la conciencia en una batalla interna donde solo el más fuerte prevalecería. Pero cuando la palma ensangrentada de Anya tocó la runa del sacrificio en su pecho, la bestia despertó... y le concedió el control. Supo entonces que, aunque era peligroso mantenerla cerca, ella era distinta. Se aferraría a esa chispa de esperanza con desesperación.

El aire se impregnó del hedor a sangre. Los draugr retrocedieron ante el híbrido que ahora reinaba en la selva. Ernak se alzó imponente y, con un movimiento de garras, desmembró al primer enemigo que osó interponerse. Cada acto suyo era una sinfonía de violencia: huesos quebrados, aullidos ahogados, sombras disueltas en la penumbra.

Anya observó cómo aquella fusión de hombre y lobo arrasaba con todo, y la envidia por su fuerza le mordió el alma.

—¡No te quedes ahí! —rugió él, mientras un draugr se abalanzaba hacia ella.

Anya reaccionó. Empuñó la daga y, con un grito gutural, la hundió en el costado de la criatura. La hoja atravesó el pelaje como si fuera niebla. La sorpresa la paralizó: ante sus ojos, el monstruo se desintegró en un remolino de ceniza. Ernak corrió hacia ella y la empujó contra un árbol, cubriéndola con su cuerpo mientras otro enemigo arañaba la corteza donde había estado segundos antes.

—¿Crees que esto es un juego? —gruñó, sus palabras deformadas por los colmillos que ahora ocupaban su boca.

—¡Sé que no, pero jamás volveré a esconderme! —replicó Anya, escurriéndose entre sus brazos para clavar la daga en el cuello de un draugr que intentaba morderlo.

La criatura se desvaneció, y por un instante, sus miradas se encontraron. En el fulgor escarlata de sus ojos, Anya no vio solo furia, había algo más en aquella mirada salvaje que la hizo contener el aliento. Un destello de respeto que la hizo erguirse, desafiante, incluso cuando el bosque entero parecía querer devorarlos.

Con el último aullido estridente, el último draugr se desintegró. El silencio regresó, denso, cargado de preguntas sin voz. Ernak se desplomó contra un roble; su pelaje retrocedió como marea bajo la luna, y las garras y colmillos se retrajeron, como cera derretida.

Las runas en su pecho palpitaban, y la cicatriz donde Anya había presionado con su sangre ahora mostraba un entrelazado de símbolos nuevos, como si su esencia hubiera reescrito la maldición.

—¿Qué hiciste? —preguntó él, ya humano de nuevo, señalando las marcas en su torso.

—No lo sé… pero algo en mí, tampoco está bien —respondió Anya, mostrándole su palma curada.

Él se acercó, tambaleante, y tomó su mano con una mezcla de brutalidad y delicadeza que la obligó mirarle. Anya deseó negarse; ningún hombre le había tocado antes, salvo Kay o su padre… Maldras, para pegarle. Sus dedos le recorrieron la línea de la cicatriz, y con rapidez, ella retiró su mano al sentir la descarga eléctrica que la recorrió. Ernak la soltó también, como si le quemara.

—Disculpa si te he hecho daño —dijo, sintiéndose culpable ante su imprudencia. Estaba acostumbrado a tratar con mujeres vulgares que se le ofrecían como trozos de carne fresca. No sabía cómo tratar a alguien tan frágil como ella. Sentía que, si la apretaba un poco entre sus brazos, podría quebrarse—. Esta runa… —murmuró, señalandole la marca de su pecho—. No es nórdica. Es más antigua. ¿De dónde la conoces?

—De mis sueños —confesó ella, evitando su mirada—. Desde niña, veo símbolos que arden, muerte, sangre. Cuando se lo conté a mi abuela, su respuesta fue: «Nadie puede escapar a su destino» —Tras aquella palabras, Anya vio como la expresión en el rostro de él se endureció. Nunca había hablado sobre sus sueños con nadie, Wisigarda se lo tenía prohibido.

—Eres… como ellas… una nornir… una tejedora de destinos.

—¿De qué hablas? ¿Una qué… tejedora de destinos? Nunca había escuchado nada más absurdo.

—Esto no es juego. Tú no eres normal. Estás cadenas fueron talladas por ellas, las nornir. Solo una de ellas podría deshacerla, y si estoy en lo cierto, eres la última.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Anya, cruzando los brazos para ocultar su temblor.

—Significa —respondió él, acercando su rostro al de ella hasta que sus alientos se mezclaron— que vales más muerta que viva. No solo a mí: cualquier brujo o rey desesperado por el poder, mataría por poseerte.

Un nuevo aullido, lejano pero inequívoco, resonó en la noche. El hombre maldijo entre dientes y se puso en pie.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.