"Pacto De Sangre" Yabagu-n oghul: Hijos de la Noche

Capítulo V : La Ira de Maldras

Germania, aldea chatti, al amanecer.

El regreso de Maldras no fue anunciado por trompetas ni cantos de victoria. Lo precedió el graznido áspero y chirriante de cuervos hambrientos, que se alzaban en una nube negra desde los cadáveres clavados en las lindes del bosque hasta posarse sobre las cabezas ensartadas en las lanzas, exhibidas como trofeos. Maldras, sobre su corcel negro, encabezaba la marcha con su armadura manchada de barro y sangre goda. Los hombres que lo seguían arrastraban los pies, y sus armaduras crujían como huesos viejos al avanzar. Pero él caminaba erguido, con el ceño fruncido y la espada aún goteando. Los que pasaban a su lado bajaban la cabeza; ninguno se atrevía a mirar a los ojos al gran regis. Esperaba al menos encontrar a Anya agazapada entre las sombras, desafiándolo con esa mirada de fiera acorralada que tanto odiaba. Pero en su lugar, halló silencio. La pequeña Adagny era quien aguardaba en aquel rincón, abrazada a sus rodillas, con los ojos hinchados de tanto llorar.

Audofleda lo esperaba en el umbral del gran salón, con las manos entrelazadas sobre un vestido raído. Ni siquiera alzó la vista cuando Maldras arrojó el yelmo de un godo muerto a sus pies.

—¿Dónde está? —preguntó él con una calma venenosa.

La mujer tembló. Por el miedo a sus puños.

—Huyó —murmuró—. Pensé que…

Maldras no necesitó más. La mano cerrada golpeó a Audofleda en el aire. El sonido del impacto resonó en las paredes de madera, y cuando la mujer cayó, un hilo de sangre le recorrió la barbilla como un collar escarlata.

—¿Una niña te venció? —escupió, apretando el cuello de Audofleda contra el suelo—. ¿Y no enviaste a nadie a buscarla, mujer estúpida?

—No quedaban guerreros —balbuceó ella apenas—. Te los llevaste a todos… contigo.

—No me sirves para nada. Eres una inútil. —Maldras soltó un rugido y la arrastró hacia el centro del salón, donde las antorchas proyectaban sombras de cuervos en las vigas. Los sirvientes observaban desde los rincones, inmóviles como estatuas de hielo—. Escúchame bien —susurró, inclinándose hasta que su aliento helado le empañó el rostro a Audofleda—. Si esa bastarda no regresa, tú pagarás su desobediencia. Con intereses.

Se incorporó entonces, dejando a Audofleda jadeando en el suelo, y se giró hacia la puerta. Fuera, la neblina matinal se enroscaba como serpientes en los árboles. Maldras no creía en dioses ni en brujerías, pero creía en el miedo, y podía olerlo en el aire.

Audofleda se llevó la mano al labio partido y se limpió la sangre con desdén. En sus ojos no hubo lágrimas, solo el reflejo de las llamas danzando como un juramento silencioso: Ella escapó, querido mío. Y yo me alegro.

—Padre. Encuéntrala, por favor. Anya nunca ha pasado la noche fuera de casa. Temo lo peor —el grito entre sollozos de la pequeña Adagny lo sacó de sus pensamientos. Desde su altura, observó a la niña, la única luz que brillaba ante sus ojos.

—No te preocupes, hija. La encontraré —Maldras le rozó la mejilla a Adagny. Ella contuvo las náuseas al sentir cómo la tocaba con aquellas manos que tantas vidas habían arrebatado ya. Su padre era un monstruo. Pero, aún así, era su padre.

—Padre —interrumpió Kay, inclinándose ante él.

—¡Kay! —gritó la niña antes de aferrarse al cuello de su hermano—. Anya… hermano. Encuéntrala. Antes de que Maldras lo haga —le susurró al oído.

—Déjalo ya —le ordenó a la pequeña, y esta le obedeció de malas ganas—. Habla.

—Padre, si me lo permite, yo iré a buscarla —dijo, rezando a todos los dioses para que le permitieran encontrarla.

—Haz como quieras, mientras la traigas ante mí.

—Como ordene, padre —gruñó Kay, girándose bruscamente y encaramándose sobre el lomo de Rosamunda. Dring aleteó un instante sobre su antebrazo antes de lanzarse al viento, trazando una sombra negra contra el cielo norteño. Un latigazo de riendas, y la yegua partió como un rayo, dejando atrás solo el polvo de sus cascos.

—Cuídate, Kay —gritó Adagny.

Adagny apretó el pequeño puñal escondido bajo su vestido, el mismo que Anya le enseñó a blandir en secreto. Lo siento, padre, pensó, mientras una sonrisa fría asomaba en sus labios de niña.

—¡Egghard! —llamó Maldras, y un hombre jorobado emergió de la nada—. Prepara los cuervos. Que lleven esto a Requiario —le arrojó un objeto pequeño y brillante: un colgante de plata con un mechón de pelo negro. El cabello de Anya, cortado el día que nació—. Dile que su prometida huyó y que, si quiere recuperarla, que traiga esos sabuesos que tanto le enorgullecen. Y tráeme a esa maldita vieja ante mí.

Egghard asintió, pero vaciló:
—Gran regis… los hombres encontraron rastros de su hija. Se pierden en el río. Las aguas no arrastraron sus huellas, gran regis… las borraron, como si algo las hubiera… lamido.

Maldras sonrió, mostrando dientes manchados de tabaco.
—Maldita muchacha —dijo, acariciando la daga en su cinturón—. Me salió igualita a la madre. Cuando la encuentre, probará el sabor de la ira de Maldras.

Egghard tragó saliva antes de murmurar:
—El río la protege, señor. Como hizo con su madre.

Egghard palideció y se compadeció de la joven. Recordó a la señora Freya, aquella mujer de ojos dorados que Maldras había traicionado años atrás. La que juró que su sangre maldita perseguiría a su asesino más allá de la muerte.




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