Para una joven para quien la sangre no era más que un color, cuyas nanas habían sido los cantos de guerra de los teutones y cuyas fábulas de cuna hablaban de Yggdrasil y dioses de hierro, aquel día junto a él sería solo otra aventura para relatarle a la pequeña Adagny.
Pero, ¿debía contarle sobre él ahora que estaba prometida a Requiario?
Si Audofleda la hubiera visto así —tomada de la mano de ese hombre— habría despertado a los muertos con sus gritos. La idea la divirtió… hasta que recordó a Maldras. Entonces se detuvo en seco. Estaba muerta.
—No te detengas —ordenó Ernak, tirando de ella con brusquedad.
La noche susurraba. Los sonidos del bosque se mezclaban con el crujido de ramas bajo pasos sigilosos. La selva latía al unísono con Ernak, como si cada raíz y hoja compartiera el pulso del lobo que anidaba en su pecho. Los árboles permanecían inmóviles, pero sus copas murmuraban advertencias. El sendero era invisible; solo la bestia en sus venas conocía los secretos de aquel laberinto verde.
Con los dedos entrelazados y las mejillas ardientes, Anya intentó ignorar el retumbar de su estómago. Las tripas le rugieron con fuerza, y la vergüenza le encendió el rostro. Agradeció que la oscuridad ocultara su rubor.
—Ya casi llegamos. Dile a tu estómago que aguante un poco más —gruñó Ernak, con una voz más grave de lo habitual. Tras sus labios, los dientes se afilaban, pero ella lo ignororaba.
—Perdona. No he comido desde ayer —murmuró, deseando que la tierra la tragara.
Ernak se detuvo. Sus hombros se tensaron como si lucharan contra cadenas invisibles. El aire, denso y cargado de presagios, vibraba entre ellos. Algo se arqueó bajo su piel: una sombra peluda, efímera y voraz.
—Llegamos —esta vez, su voz hizo temblar los helechos.
Las sombras se retorcieron como serpientes. Las raíces arañaron el suelo. Y ante ella, una cortina de enredaderas se abrió, revelando un velo de espuma plateada que caía entre piedras negras como tegido bajo la luz de la luna.
—Qué hermosa —escapó de sus labios.
—Sí, hermosa —Ernak no miraba la cascada. Sus ojos celestes se clavaban en ella, en ese contraste entre inocencia y ferocidad que despertaba al depredador enterrado en su pecho.
—¿Ves? —rugió sobre el estruendo, señalando el arco de agua—. Ahí está la entrada.
Los árboles se arquearon sobre ellos, cómplices del juego que ambos intuían. Tras el velo líquido, apenas visible, una grieta entre las rocas los esperaba: una boca de piedra abierta hacia la oscuridad.
—¿Sabes nadar? —preguntó, mostrando demasiado los dientes.
—No —respondió ella, observando cómo el agua lo cubría.
—¿Confías en mí? —extendió la mano sin apartar la mirada.
¿Podía hacerlo? Él la había salvado, sí, pero en sus ojos ardía un hambre animal que borraba el límite entre protección y posesión.
—Sí… confío —susurró, mientras el agua helada la envolvía.
—Te tengo —la sostuvo en sus brazos. Donde sus pieles se tocaban, el agua hervía, como si el lobo bajo su humanidad la incendiara. Su mirada se posó en la tela empapada que se adhería a sus curvas, y por un segundo, sus pupilas se afilaron en vertical, captando cada detalle con precisión de cazador.
—Hay que entrar… antes de que… —tragó saliva, y un gruñido vibró en su pecho.
—¿Antes de qué? —retó ella, deslizando un dedo por su pecho hasta la garganta.
La selva contuvo el aliento. Hasta los cuervos y draugr callaron. Ernak la empujó contra la roca musgosa, áspera y fría, pero el fuego de su cuerpo la calentaba. Sus caderas encajaban, y el musgo bajo sus palmas crecía, enredándoles las muñecas como si la tierra los animara a rendirse.
—Antes de que —su voz fue mitad humana, mitad bestia—, sea demasiado tarde.
Sus labios estuvieron a un suspiro de encontrarse cuando la luna emergió, bañándolo en una luz que acentuó su mandíbula afilada, casi lobuna. Él apartó el rostro como si la luz lo quemara.
—¿Estás bien? —preguntó ella, inocente.
—Espérame aquí. Vuelvo enseguida —las palabras sonaron entre dientes, como si cada sílaba luchara contra una lengua hecha para gruñir.
—¿Me dejas sola? —Ernak ya desaparecía en la grieta.
El tiempo se espesó. Anya acarició su mano, donde sus uñas habían dejado marcas rojas —demasiado largas para ser humanas—. Entre los árboles, sombras con ojos brillantes husmeaban su miedo… y su deseo.
Pero ella nunca había obedecido una orden.
El agua parecía querer devorarla, pero la desafió hasta llegar a la orilla. La cortina de helechos se abrió como un telón. Pronto dejaría atrás el escenario donde Ernak la procuraba segura.
Mientras tanto, él apretaba los puños, mientras las garras luchaban por brotar. Las runas en su pecho —ᛏ, Tiwaz— brillaban con fulgor dorado, recordándole el sacrificio por mantener su humanidad. Un gruñido escapó de su garganta, feroz, incontrolable.
Anya se estremeció al escuchar el rugido estridente como el de una bestia herida. Y entonces corrió.