Maricruz caminaba por la calle sumida en sus pensamientos. Iñigo tenía razón, su familia paterna solo quería verla porque sabían que se encontraba bajo el mismo techo que él.
Su teléfono móvil sonó sacándola de sus pensamientos.
— Mamá. — Dijo Maricruz, contestando a la llamada de su madre.
— Hija, ¿cómo has estado? — Le preguntó su madre.
— Bien. — Respondió, por supuesto no iba a preocupar a su madre contándole que había estado en la casa de su abuelo. — Nada nuevo, ¿cómo está la familia allí?
— Todos estamos bien, hija. Quería hablar contigo para avisarte de que tu hermana irá para allá y me preocupa que esté sola. — Le explicó su madre.
Maricruz sonrió, era verdad, su hermana empezaría la Universidad.
— Mamá, mi hermana no tendrá tiempo de pensar que se encuentra sola. — Le contestó Maricruz. — Pero si tanto te preocupa, estaré pendiente de ella por si me necesita.
— Gracias, hija. Sabes que me angustia la familia de tu padre. — Le confesó su madre. — ¿Ellos se han puesto en contacto contigo?
— Claro que no, mamá. — Mintió, y se paró en un paso de peatones. — Y lo prefiero así. No quiero que mi vida se vea involucrada con sus actividades.
Cuando el semáforo se puso en verde, Maricruz cruzó al mismo tiempo que otras personas.
— Gracias a Dios que eres una mujer responsable y no has salido como la familia de tu padre. — Se tranquilizó su madre. — Tu tío me ha pedido que te diga que convenzan a tu hermana para que viváis juntas.
Maricruz pensó en la situación en la que se encontraba ahora. Si tuviera que convivir con su hermana y cuidar de ella ¿qué pasaría con el trato que tenía con Iñigo Espinosa?
— Lo hablaré con mi hermana cuando esté aquí. — Respondió, teniendo en mente a esos pobres niños.
— Gracias, cariño. — Le agradeció su madre. — Hablamos luego, ahora tengo que preparar la comida.
— Está bien, mamá. Saluda a mi tío de mi parte.
— Sí, hija. Te amo.
Maricruz sonrió y al mismo tiempo se hundió en un suspiro de desesperación. ¿Qué era lo que debía hacer ahora… ? No podía abandonar a los mellizos y tampoco podía despreocuparse de su hermana.
Iñigo se sentó en un asiento de la mansión que la familia Espinosa tenía en la Isla Espinosa, su isla.
— Todo en la mansión está listo como usted ordenó. — Le habló su asistente Pablo. — Los señoritos se sintieran cómodos aquí, como la señorita Maricruz.
— No vuelvas a llamarla señorita, es más adecuado llamarla por señora Espinosa. — Le dijo Iñigo, recostándose en el espaldar del asiento que estaba ocupado.
— Lo veo muy confiado, señor Iñigo. — Se sorprendió Pablo.
— Claro que estoy confiado. Anoche dormimos juntos y sigo sintiendo esas mariposas en el estómago. — Contestó Iñigo. — Y sé que Maricruz siente lo mismo que yo. Aunque hayan pasado los años nuestros sentimientos siguen siendo los mismos que cuando nos enamoramos.
El asistente Pablo se quedó mirando a su presidente. Esos sentimientos de los que tanto hablaba ahora, eran los mismos que él pisoteó por el apellido de la familia.
— Señor, espero que en esta ocasión cuide el corazón de la futura señora Espinosa. — Dijo Pablo educadamente.
Iñigo asintió, cruzando las piernas y tomado de las manos de su asistente la tablet con los asuntos que tenía en la isla Espinosa.
— Cuidare su corazón para que nunca piense en alejarse de mí. — Pronunció Iñigo, observando la pantalla de la tablet. — No puedo permitirme perder a la única mujer que ha puesto mis sentimientos patas arriba.
Pablo sonrió, no pudo evitarlo, ya que el señor Iñigo Espinosa tenía bastantes amantes, pero ninguna de ellas había conseguido que se enamorara, ni siquiera la madre de sus hijos, la señora Ángela.
Iñigo se despidió de su asistente Pablo que se marchó hacia la Fábrica de pescados congelados que la familia Espinosa tenía en la Isla.
«Voy de camino».
Leyó Iñigo un mensaje de Maricruz en su teléfono.
— ¡Papá! — La pequeña Rachel se acercó a su padre e Iñigo la cargó en sus brazos. — ¿Cuándo estará mamá aquí?
Rachel tenía en sus brazos su muñeca de trapo.
— Ella estará aquí cuando te despiertes por la mañana. — Le dijo Iñigo a su hija. — Así que no tienes que preocuparte, Rachel.
Iñigo soltó a su hija en el suelo y se agachó junto a ella. Su hija lo miraba e hizo una mueca de disgusto, ella quería dormir con su mamá esa noche.
— Señorita Rachel. — La sirvienta Luisa apareció en la estancia. — El baño está listo.
— Te tienes que bañar. — Le habló Iñigo, que se levantó acariciando el cabello de su hija. — Venga, ve con Luisa.
Rachel asintió y corrió para la sirvienta. Iñigo sonrió y bajó la mirada a su teléfono móvil observando el mensaje de Maricruz.
«No tardes en llegar, los niños y yo queremos verte».
Le escribió Iñigo mientras caminaba hacía las escaleras y cuando llegó a ellas se encontró con su hijo Teo. El pequeño Teo se encontraba casi listo para meterse en la cama, solamente le quedaba leer un libro antes de dormirse.
— ¿Me prestas un libro? — Preguntó Teo a su papá.
— Un libro. ¿Te gusta leer? — Le preguntó Iñigo que se acercó a su hijo.
Teo asintió y le contó que su nana Kalina le enseñó a leer. Dejándole claro a su padre que su hermana Rachel no sabía leer y que, aunque intentara enseñarle, ella no quería aprender solo jugar con sus muñecas.
— Yo soy listo y cuando crezca quiero tener mucho dinero para cuidar de mi hermana y de mi mamá. — Pronunció el pequeño Teo e Iñigo se rió pareciendole adorable. — ¡Papá! — Se quejó Teo.