Espesas brumas grisáceas se enroscaban como serpientes en el aire, ascendiendo hasta el cielo pálido. Apenas lograban atravesarlas los tímidos rayos de un sol apagado, frío, un faro distante que no brindaba consuelo al desolado campo de batalla. Los huesos de antiguos paladines, quebrados por el peso de derrotas olvidadas, yacían dispersos entre la maleza, vestigios de un honor desvanecido, como el polvo que se esfumaba entre las ráfagas de viento helado. Ellad los contemplaba en silencio, con una mezcla de recelo y resolución. Frente a aquellos restos —memorias deshechas de guerreros que no encontraron paz—, hacía un juramento para sí misma: resistir hasta el último aliento, sin permitir que su nombre se añadiera a ese macabro campo de olvidados.
Era una mañana espesa y húmeda. El frío cortaba como cuchillas invisibles, y el eco de sus pasos parecía resonar en un vacío interminable, en el que nada más respondía. Sola como nunca antes, Ellad avanzaba hacia las sombras de aquel campo maldito, donde tantas veces había combatido contra horrores que escapaban a toda razón: monstruosidades disformes, gigantes de carne y hueso, y alimañas surgidas de las sombras más profundas. Temporada tras temporada, había mostrado una valentía que se volvía leyenda, enfrentando aquel ciclo de vida y muerte con una serenidad casi glacial. Pero ahora, algo era distinto. La soledad que siempre había llevado como un escudo parecía haber cambiado de forma, y en su lugar, un temor desconocido y helado se aferraba a su interior, susurrándole advertencias al oído.
Sus ojos, oscuros y profundos como el abismo, recorrieron el paisaje, buscando movimiento en el horizonte. Y aunque parecía desierto, el suelo vibraba con una especie de latido, como si los mismos muertos que yacían en la tierra murmuraran entre las piedras. Algo en su interior advertía que ese campo de batalla no era solo un lugar físico, sino una prisión, un eco de tiempos antiguos donde las almas de los caídos quedaban atrapadas en una red de sombras. Cada vez que su mirada se posaba en un cráneo o un hueso quebrado, sentía una presencia que no pertenecía a la vida, sino a una dimensión donde el tiempo y la muerte se entrelazaban. Y cuando cerraba los ojos por un momento, podía oír el susurro de juramentos rotos, de traiciones selladas y de voluntades fragmentadas.
El miedo se aferraba a sus entrañas, y por primera vez, Ellad sintió cómo su espíritu parecía tambalearse. El temblor en sus manos la traicionaba, resonando en su armadura como el vibrar de un sonajero en manos trémulas. Sabía que pronto estaría frente a un enemigo más terrible que cualquier bestia física, un enemigo que no podía matar con su espada. Un susurro espectral pareció rozarle el oído, una voz que recordaba el dolor de las traiciones y las derrotas pasadas.
La temporada anterior había sido distinta. No había llegado sola. A su lado, seis sacerdotisas guerreras, conocidas por su fuerza y su devoción, y un caballero, le habían jurado lealtad eterna. Pero cuando las espadas se alzaron y los gritos de batalla llenaron el aire, esos juramentos se deshicieron como polvo, y Ellad quedó tan sola como lo estaba ahora. Sin embargo, no había dudado en ofrecer su escudo y sus bálsamos a las compañeras caídas, protegiéndolas con valor, aunque ello le costara sus propias heridas. Pero en el fragor de la batalla, cuando más necesitaba ayuda, fue ella quien yacía olvidada, como un fardo abandonado. La historia se repetía, guerra tras guerra, sin importar quiénes fueran sus aliados. Incluso la que una vez consideró su amiga, ahora luchaba en otro campo de batalla, dejando atrás la hermandad de manera egoísta y ruin.
El frío acero de su espada brillaba bajo la luz tenue, y su escudo ostentaba el emblema de su reino: una pluma blanca y un pergamino, símbolos de justicia y sabiduría. En otro tiempo, esa visión habría bastado para insuflarle coraje, pero ahora el peso del mundo parecía aferrarse a sus hombros, como un lastre que no podía sacudir. Sabía que el combate que la aguardaba no era solo contra las bestias físicas que merodeaban el campo, sino contra los monstruos invisibles que susurraban su nombre en un eco de soledad, melancolía y desesperanza.
Y entonces, lo sintió: un retumbar profundo en la tierra, un murmullo antiguo que, de alguna forma, reconocía. A lo lejos, el retumbar de pasos gigantescos reverberaba como un trueno lejano. Desde el este, un ejército se aproximaba, y desde el oeste, otro avanzaba como una marea oscura. Confundida y atemorizada, Ellad no encontró otra opción que ocultarse bajo su escudo, temblando ante la abrumadora certeza de su inevitable derrota. Dos mil contra una. La derrota era el único desenlace que la razón le permitía aceptar.
Pero el estruendo de pasos y gritos se detuvo de repente. Esperando el impacto, alzó su vista, y lo que vio la dejó sin aliento. Un círculo de guerreros espectrales se había formado a su alrededor. Diez guerreros —ocho hombres y dos mujeres— empuñaban sus armas con precisión y furia sobrenaturales, enfrentando a los enemigos que la rodeaban. No los conocía, pero allí estaban, alzándose de entre las brumas, como antiguos héroes que respondían a un llamado. Ellad observó, paralizada, mientras aquellos guerreros desmoronaban a los enemigos que se aproximaban.
Una figura destacaba entre ellos. Una paladín de armadura esmeralda, cuyas armas brillaban con un fulgor que desafiaba la penumbra del lugar, avanzó hacia ella con pasos firmes. Los demás guerreros cerraron el círculo con disciplina, hombro con hombro, como si una fuerza mística los dirigiera. La paladín alzó la visera de su casco, y una sonrisa suave apareció en su rostro. Alzó su mano hacia Ellad, una invitación que parecía venir de una época más allá del tiempo.
Editado: 27.10.2024