Pandora

Capítulo 1: Los inútiles

Ha pasado un año desde su llegada y desde que perdí a todos a los que amaba, pero la vida sigue, por lo menos la mía, y voy a encargarme de que siga así hasta que haya matado hasta el último de esos condenados demonios. Me levanto como cada mañana y me preparo para salir a lo que un día fue mi ciudad, me visto con lo primero que encuentro medianamente limpio como para no producirme rechazo visual y olfativo. Me enfundo mis botas militares, dos tallas por encima de la mía, en las que siempre llevo mi par de cuchillos favoritos (nunca salgo sin ellos), me recojo el pelo en un intento de coleta alta y me cuelgo el fusil del cuello. Antes de comenzar con la rutina diaria me miro al espejo, es casi un acto reflejo, como si me importara mi aspecto, ja, ¿quién me va a ver? ¿Los monstruos? En fin, no importa.

Salgo por la puerta y me dirijo a mi puesto de vigilancia; está a unos quince minutos corriendo desde mi "casa", pero hoy decido tomármelo con calma e ir andado, observando cada uno de los pequeños detalles que forman las ruinas de lo que un día fue una civilización. Voy por las calles por las que sé que hay menos actividad predadora, aunque eso signifique dar un rodeo. Llego a mi meta, el único edificio que conserva todas sus plantas, unas diez. Subo por las escaleras de incendios hasta la azotea y me siento, no es que sea vaga, pero estar de pie allí todo el día, cansa. Desde allí arriba se ve todo: ruinas y escombros conforman casi toda la ciudad que ahora se encuentra habitada por nuevos inquilinos, quienes la han convertido en su hogar. Por eso me gusta, porque soy capaz de visualizar lo que pasa en cada rincón y meditar tranquilamente sobre mi venganza.

Odio a los demonios por lo que hicieron, no puedo sacarme de la cabeza las imágenes de aquella pobre gente suplicando clemencia, de mi familia masacrada a sangre fría y de esos ojos amarillos llenos de satisfacción y placer cuando se llevaban una vida por delante. He de aclarar que no todos los demonios tienen los ojos amarillos; el color varía según a la clase social a la que pertenecen: negros si son del pueblo llano, amarillos de la nobleza y rojos de la realeza. Su jerarquía social no es muy distinta a la nuestra allá por el medievo. Físicamente son muy similares a nosotros si no tenemos en cuenta sus ojos y que tienen una fuerza absurdamente sobrenatural. Bueno, por algo son demonios. Algunos poseen habilidades especiales, desde mover cosas sin tocarlas a petrificarte. Por el contrario, los monstruos son prácticamente animales, sólo que diseñados a conciencia para ser auténticas máquinas de matar. No tienen una fijación especial por los humanos, de hecho se cazan entre ellos, pero si alguno se le cruza, pues... bienvenido sea.

Me encuentro perdida en mis pensamientos cuando oigo algo, algo fuera de lo común, parece el motor de un coche. Me quedo analizando aquello un par de segundos......¿¡UN COCHE!?

Me lanzo rápidamente hacia los prismáticos y me pongo a buscar el vehículo en cuestión. Veréis, un coche solo puede significar dos cosas; uno: demonios que vienen en busca de supervivientes o información, lo cual sería perfecto... aunque no sé, lo suyo sería que vinieran a lomos de un Dagros al más puro estilo demoníaco. O dos: pobres y desesperados humanos, cuya esperanza es encontrar suministros con los cuales abastecerse, lo que no podría importarme menos. Para mi mala fortuna se trata de lo segundo, así que decido ignorarlos completamente. No me suponen ninguna amenaza, ya que para llegar a mi escondite tienen que atravesar calles y calles plagadas de monstruos y, por muy buenos que sean, dudo que lo logren. En cambio, la curiosidad me puede y decido ver cuál es el rumbo que van a seguir. Los observo unos minutos y llego a la conclusión de que están muertos con mayúsculas, ya que van de cabeza al territorio de Bones y eso no suele terminar bien.

Bones es el nombre que le puse al Ghlors que habita en la zona del ayuntamiento; lo bauticé con ese nombre ya que lo único que deja de sus presas son sus huesos. Los Ghlors tienen forma de serpiente y están cubiertos por unas escamas tan duras como el acero. Sus bocas me recuerdan a la de las sanguijuelas, repletas de dientes, y miden nada más y nada menos que unos siete metros de altura. Pueden ser de distintos colores, Bones, por ejemplo, es dorado; y por si eso fuera poco, tienen la maravillosa habilidad de producir una sustancia tóxica que paraliza por completo tu sistema nervioso, dándoles la oportunidad perfecta para engullirte. Bueno, que esos pobres desgraciados están sentenciados, pero no es asunto mío, que se lo hubieran pensado mejor.

Sigo con mis cosas y siento una punzada en el estómago, culpabilidad ¿en serio? No, no y no, yo ya tengo suficiente con planear mi venganza como para ir por ahí salvándole el culo a unos desconocidos que me importan entre poco y nada: una mierda. Para cuando quiero darme cuenta me encuentro corriendo hacia ellos fusil en mano con la esperanza de no llegar demasiado tarde, maldita conciencia humana. Estoy a una calle de distancia cuando escucho el primer cañonazo, el corazón se me detiene durante un segundo, sigo corriendo pero ahora más rápido intentando convencerme de que no son tan tontos como para hacer lo que temo que van a hacer, y efectivamente premio para mí, una sinfonía de cañonazos comienza a sonar cuando empiezo a doblar la esquina.




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