— ¿Cuál es tu nombre?
— Pp… Pa… Pantera.
— Necesito tu nombre de verdad.
— Me dd… di… dicen Pp… pantera.
— Está bien que te guste tener un apodo. Pero necesito que me digas tú nombre.
—…
— Está bien, lo busco aca en tu legajo. Yo soy María, la asistente social. Mi tarea es ayudar a los presos con lo que necesiten. Más en casos como el tuyo, que al ser jóvenes y tener una dificultad en el habla son propensos a sufrir algún tipo de agresión.
— Yy…yo me pp… puedo ddd…defender solo.
— Si, no lo dudo. Pero la idea es que tu estadía acá no sea tan tortuosa. Hay talleres y programas que podrían ayudarte con tu dificultad.
— Yy… yo est…ttoy bien cc… como estoy. Es pp… parte de mí.
Me obligó a tirar mi faca y a ponerme de rodillas. Obedezco con una sonrisa. No sé porque lo hago. No sé porque obedezco, y no sé por qué sonrío. Quizás le tengo miedo. Pero no temo, estoy seguro de que no le temo. En realidad, no estoy seguro, porque siento algo, algo que nunca sentí. No sé cómo reaccionar. Hace mucho que no siento nada. Desde mucho antes de entrar acá.
He escuchado que cuando la vida de uno está en su punto culmine, un repaso fugaz de todo lo transcurrido en la existencia se presenta frente a nuestros ojos.
Eso me está ocurriendo ahora. Comienzo a rememorar todo. Cada una de las cosas que me tocó vivir en este lugar al que comparan con el infierno. Pero no es el infierno. Yo sé lo que es vivir en un infierno y acá no es tan malo en comparación. Acá se alcanza a vivir. Acá empezó mi vida. Yo antes no vivía.
Entré con los brazos esposados acompañado de dos guardias, uno de ellos lo ví más seguido. Era un anciano ya sin pelo de apellido Capece. Se hacía el macho pero más de una vez lo vi manoseándose con algún preso. Mientras camino por ese pasillo de celdas cerradas veo un montón de garabatos que me gritan todo tipo de incoherencias. Me insultan, me amenazan. No les hago mucho caso, más adelante voy a liquidar a quien quiera convertir en acciones sus palabras. Sigo pasando por una serie de puertas y rejas, viendo fantasmas, no presos. No se parecen a las personas que viven fuera en libertad. Ni siquiera los guardias parecen personas.
Cuando estoy por pasar al patio, me cruzo con Orellana.
Se me presenta.
— Que tal ¿nuevo interno? Soy Orellana, el director de este establecimiento.
—…
— Es sabio que te calles y tengas miedo.
— No tt… tengo mied..do.
— ¡Ah! Hablabas al final.
—…
— Mejor que no hables mucho, en cuanto se den cuenta vas a tener problemas.
Durante toda la conversación me miró a los ojos y casi no gestualizó. Luego se dirigió a Capece.
— Llévalo al patio a que se haga amigos.
Segumos andando en ese laberinto decadente hasta llegar a un gran portón que daba al patio de la cárcel.
Provocó un gran escándalo ese viejo y oxidado portón cuando el guardia fue a abrirlo. En su momento me pareció que fue a propósito.
Luego de abrirlo, se colocó a mi lado con una sonrisa pícara y burlona. Capece tenía la misma sonrisa a mi otro lado. Acercó su boca a mi oreja y casi en un susurro me dijo:
— Yo que vos ni hablo. En cuanto se den cuenta que sos un retrasadito, vas a ser la novia especial de todos.
La risa que me surgía cuando alguien me provocaba me sacaba de todo razonamiento Disfruto mucho esos momentos, por eso respondo a la provocación a mi tiempo, muy lentamente, aumentando poco a poco el terror de los otros a cada segundo. Al girar mi cuerpo para estar de frente a Capece y clavarle mis ojos como un puñal, pude notar el vértigo en su mirada, cómo esa expresión burlona se desdibujaba producto del terror psicológico de mi reacción. Pero antes de poder responderle, el otro guardia me empujó hacia adentro y cerró el portón rápidamente.
— A fuera dale, a tu nueva casa. Formá una linda familia. Chau.
Me reincorporé del empujón y me paré firme mirando a ambos guardias y diciéndoles con los ojos que se cuiden. Les hice saber con una penetrante y amenazadora mirada que tarde o temprano les iba a responder como correspondía. Pero los cobardes se alejaron sin mirarme, aunque sin reírse ni nada. En especial Capece que quedó más pálido de lo que es, mostrando sus dientes manchados por el tabaco.
Los quedé mirando hasta que sus figuras se perdieron en el pasillo, y solo escuchaba a lo lejos el ruido sólido de sus pesadas botas pisando el suelo. Pronto ese sonido desapareció, y fue remplazado por los inteligibles murmullos provenientes de las incontables carpas tumberas que adornaban el enorme y marginal patio. Muchas miradas fantasmales se plasmaron en mí, yo las miraba una a una, al menos todas las que podía reconocer como tales. Caminé a paso lento por entre los pasillos que eran mucho más decadentes que los que caminé cuando llegué a ese patio. Clavé mis ojos en todos los muertos en vida que pude divisar, pero no hice caso a los interminables murmullos con tono de provocación que provenían de todas direcciones.
Editado: 07.02.2020