Papá de Emergencia||han Jisung||

01

||Han Jisung||

El sonido de pasos apresurados me sacó de mi contemplación. Estaba frente al ventanal del quinto piso, viendo cómo el sol se deshacía sobre los tejados de Seúl, cuando Minji apareció. Su rostro, mezcla de urgencia y ternura, me dijo más que sus palabras.

—Jisung, hay un nuevo ingreso. Niño de cinco años, fiebre persistente, dificultad para respirar. Los padres están muy angustiados.

No dije nada. Solo asentí, guardé el estetoscopio en el bolsillo izquierdo de mi bata —el mismo que cosí yo mismo cuando no podía pagar una nueva— y caminé junto a ella hacia la sala de urgencias. Cada paso que daba era una promesa silenciosa: “Estoy aquí. No estás solo.”

Al entrar, lo vi. Un niño pequeño, acurrucado en brazos de su madre. Tenía los ojos vidriosos, la piel pálida, y un peluche de dinosaurio aferrado como si fuera su escudo contra el mundo. Me agaché a su altura, sin prisa, sin protocolo. Aprendí hace tiempo que los niños no responden a títulos ni a bata blanca. Responden al corazón.

—Hola, campeón. ¿Ese dinosaurio te protege cuando estás enfermo?

Me miró con una mezcla de miedo y curiosidad, y asintió débilmente. Saqué de mi bolsillo una linterna con forma de estrella. La llevo siempre conmigo. No por utilidad médica, sino porque aprendí que la luz, aunque sea pequeña, puede hacer que un niño se sienta seguro.

—Pues hoy vamos a hacer equipo. Tú, tu dinosaurio y yo. ¿Te parece?

Mientras lo examinaba, le hablaba como si estuviéramos en una misión secreta. Cada paso era parte de una aventura. Minji observaba desde la puerta, con esa mirada que solo se reserva para quienes han nacido para sanar. Ella sabe que no todos los médicos lo hacen por vocación. Pero yo sí. Yo lo elegí. O quizás la medicina me eligió a mí.

El diagnóstico fue claro: infección respiratoria severa, pero tratable. Ordené el tratamiento, hablé con los padres con la firmeza que aprendí en mis años de pasantía —cuando trabajaba medio tiempo en cafeterías para poder comprar mi bata— y me quedé junto al niño hasta que se durmió. Estaba aferrado a su dinosaurio y a la estrella luminosa que ahora descansaba sobre su almohada. Me quedé allí un rato más, escuchando su respiración volverse más tranquila. Como si el mundo, por un momento, le hubiera dado tregua.

Al salir, el pasillo estaba en penumbra. Los turnos cambiaban, las luces se apagaban, pero yo seguía allí. No por obligación. Por vocación. Porque cada niño que llega me recuerda por qué estoy aquí.

En la sala de descanso, mis colegas me esperaban con una taza de té y una sonrisa cómplice.

—¿Otro corazón tocado? —preguntó uno.

—Y otro que me enseñó a no rendirme —respondí, mirando por la ventana hacia la ciudad que comenzaba a encenderse.

A veces me pregunto si los niños saben cuánto nos enseñan. Si entienden que, mientras nosotros tratamos de sanar sus cuerpos, ellos sanan partes de nosotros que ni siquiera sabíamos que estaban rotas.

Sonreí por inercia, me encantaba mi trabajo.

Los días siguientes transcurrieron con una calma que casi parecía irreal. Seojun mejoraba a pasos firmes, y cada mañana lo encontraba dibujando dinosaurios con crayones verdes y rojos. Yuna, su madre, se quedaba un poco más cada vez, compartiendo silencios que decían más que cualquier palabra. Cuando finalmente les dieron el alta, los despedí con una mezcla de alegría y nostalgia. Seojun me abrazó con fuerza, y Yuna me miró como si quisiera decir algo más… pero no lo hizo. Solo sonrió. Y esa sonrisa se quedó conmigo.

Pensé que ese día terminaría tranquilo. Que podría escribir en mi cuaderno, revisar algunos casos pendientes, tal vez salir antes de que el cielo se tiñera de azul profundo. Pero la vida, como siempre, tenía otros planes.

Eran casi las ocho de la noche cuando escuché el sonido de ruedas apresuradas en el pasillo. Minji entró al área de urgencias con el rostro tenso.

—Jisung, necesitamos tu ayuda. Es una joven… veinte años, quizás menos. Está en labor de parto. Tiene golpes. Muchos. Y está muy débil.

Me levanté sin pensarlo. Corrí tras ella hasta la sala de ingreso. Y allí la vi.

Una figura delgada, casi desvanecida, yacía en la camilla. Su rostro estaba cubierto de moretones, los labios partidos, y el cabello revuelto como si hubiera corrido bajo la lluvia. Pero lo que más me impactó fue el bulto en su vientre. Estaba en trabajo de parto. Y entre susurros, apenas audibles, suplicaba:

—Ayúdenme… por favor… ayúdenme…

Me acerqué con cuidado, agachándome a su altura como lo hago con los niños. Sus ojos se abrieron apenas, y vi en ellos algo que me rompió por dentro: miedo, sí, pero también una esperanza desesperada. Como si su cuerpo ya no pudiera más, pero su alma se aferrara a la vida que llevaba dentro.

—Estás a salvo —le dije, con la voz más firme y suave que pude—. Vamos a ayudarte. No estás sola.

Ella intentó hablar, pero solo salió un gemido. Tomé su mano. Estaba helada. Minji comenzó a preparar todo para el parto, mientras yo revisaba sus signos vitales. Estaban al límite. El bebé venía, y rápido. No había tiempo para trasladarla. Teníamos que actuar allí mismo.

Mientras trabajábamos, no podía dejar de pensar en lo injusto que era. ¿Quién le había hecho esto? ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Y cómo podía tener aún fuerzas para traer una vida al mundo?

Tenía aproximadamente veinte años, con signos evidentes de trauma físico: hematomas periorbitarios, escoriaciones en antebrazos y muslos, y una marcada palidez que indicaba hipotensión. Pero lo más urgente no eran sus heridas externas. Estaba en trabajo de parto activo, con contracciones intensas cada tres minutos, y una dilatación cervical de ocho centímetros. El líquido amniótico ya había roto, y presentaba meconio. Eso me preocupó.

Era mi primera vez atendiendo un parto sin supervisión directa. Sabía la teoría, había asistido a varios durante mi formación, pero esta vez era distinto. Yo era el responsable. Y ella… ella apenas podía sostenerse.




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