||Han Jisung||
Pasaron cinco días desde aquella noche. El hospital seguía su curso habitual: rondas médicas, diagnósticos, vacunas, urgencias. Pero para mí, cada jornada tenía un pulso distinto. Como si el aire se hubiera vuelto más denso, más íntimo. Como si cada paso que daba me acercara no solo a mis pacientes, sino a una verdad que no sabía que estaba buscando.
Sol seguía en observación, pero ya no necesitaba incubadora. Su saturación de oxígeno era estable, su reflejo de succión se fortalecía, y su tono muscular mejoraba día a día. Era pequeña, sí, pero tenaz. Como si hubiera heredado la voluntad de su madre.
Eunha, por su parte, comenzaba a hablar. Poco. Con frases cortas. Pero cada palabra era una grieta en el muro que la rodeaba. Me contaba fragmentos: que había estudiado enfermería antes de que su vida se torciera, que le gustaba el sonido de la lluvia, que no sabía cómo criar a una hija sola. Yo la escuchaba.
Una tarde, mientras revisaba a Sol, noté que Eunha me observaba desde la puerta. No con miedo. Con algo más parecido a esperanza.
—¿Puedo entrar? —preguntó.
—Siempre puedes.
Se acercó, con pasos lentos, y se sentó junto a mí. Sol dormía, envuelta en la manta que yo le había comprado. Eunha la miró con una mezcla de amor y culpa.
—No tenía nada para ella —dijo—. Ni ropa. Ni nombre. Ni futuro.
—Ahora tiene todo eso —respondí—. Y te tiene a ti.
Ella bajó la mirada. Luego la levantó, con una pregunta que no esperaba.
—¿Y tú? ¿Por qué sigues aquí?
Me quedé en silencio. No porque no supiera la respuesta. Sino porque decirla en voz alta era admitir que algo había cambiado en mí.
—Porque no quiero que estén solas. Porque cuando las vi… sentí que algo en mí también nació.
Eunha no respondió. Pero tomó mi mano. Y en ese gesto, supe que había cruzado un umbral.
Esa noche, mientras escribía en mi cuaderno, anoté:
"La medicina me enseñó a salvar vidas. Pero ellas me enseñaron a sostenerlas. A quedarme. A mirar más allá del diagnóstico. Y ahora… no sé si soy solo un médico. Tal vez soy algo más. Tal vez soy parte de una historia que apenas comienza."
¿Porqué?
Con pequeños actos, hacía qué mi corazón se derritiera. Aúnque aún se estaba recuperando de sus heridas y del parto, era amable y colaboradora.
Eunha comenzaba a florecer. Poco a poco. Se aferraba a sus conocimientos de enfermería, preguntaba, tomaba notas, aprendía a cambiar pañales, a medir la temperatura de Sol, a reconocer los signos de hambre y saciedad. Yo la veía cada día. A veces de lejos. A veces demasiado cerca. Y eso… eso empezó a afectarme.
Obviamente no se dejaba confiar aún, temblaba cada vez qué querían tocarla para revisarla, cuándo tocaban a Sol, siempre estaba a la defensiva, y nadie la juzgaba, no podían.
A pesar de tener consultas recurrentes, niños por aquí y por allá, siempre iba a verlas. Ver su pequeña sonrisa al darle el pecho a la recién nacida llenaba mi corazón, me sentía satisfecho pero a la vez sentía qué era más, a veces conversábamos sin llegar más allá.
Siempre son suavidad, nunca la obligué a contarme nada, aúnque me mataba la curiosidad sabía qué eso era algo privado y quizás aún más doloroso.
Y eso me estaba dando tantas vueltas en la cabeza, qué lo sentí muy personal, quería saber su razón, quería protegerlas... Y quizás algo más. Y eso, aúnque los demás lo veían como exageración, qué me están involucrando demasiado o una distracción.
Y eso me estaba pasando factura, por la preocupación.
Nunca pensé que me pasaría. No así. No de esa forma.
Eunha y Sol seguían en el hospital. No por complicaciones médicas, sino porque no tenían a dónde ir. El equipo social había iniciado una investigación tras confirmar que Eunha había huido de un entorno abusivo. No podían ser dadas de alta sin garantías mínimas de seguridad. Y mientras tanto, vivían entre pasillos, salas de descanso y miradas que no siempre sabían cómo recibirlas.
No era amor. No aún. Era algo más complejo. Una mezcla de admiración, ternura, culpa y deseo de proteger. Me encontraba pensando en ellas incluso cuando estaba en consulta. Me distraía. Me perdía en recuerdos de la noche del parto, en la forma en que Sol se calmaba en mis brazos, en la mirada de Eunha cuando me preguntó por qué seguía allí.
Y entonces ocurrió.
Era martes. Tenía cinco consultas seguidas. El hospital estaba lleno, como siempre. El tercer paciente era un niño de tres años, Minho, con fiebre alta, vómitos y letargo. Su madre estaba angustiada, pero yo… yo no estaba del todo presente.
Revisé sus signos. Escuché su historia clínica. Pero mi mente estaba en otro lado. En Sol, que había tenido una leve desaturación esa mañana. En Eunha, que había llorado en silencio en la sala de lactancia. En mí, que no sabía cómo separar lo profesional de lo humano.
—Es una virosis —dije, casi automático—. Hidratación oral, antipiréticos. En casa estará bien.
La madre dudó. Me miró con ojos que pedían algo más. Pero yo asentí, le entregué la receta, y pasé al siguiente paciente.
Dos horas después, Minji me llamó con urgencia.
—Jisung, el niño que viste esta mañana… está en shock séptico. Lo trajeron de vuelta. Está en cuidados intensivos.
Sentí que el mundo se detenía.
Corrí. Revisé su expediente. Releí mis notas. Y lo vi. Lo que no vi antes. Signos de meningismo. Rigidez de nuca. Petequias leves en el abdomen. Todo estaba allí. Todo lo que debí haber notado. Pero no lo hice.
Entré a la UCI. Minho estaba intubado, con dopamina intravenosa, antibióticos de amplio espectro, y una madre que me miraba como si yo fuera el responsable. Porque lo era.
Me encerré en la sala de descanso. Me quité la bata. Me senté en el suelo. Y lloré.
No por mí. Por él. Por lo que pudo haber pasado. Por lo que casi pasó.
Minji entró. No dijo nada. Solo se sentó a mi lado.