—¡Basta! —gritó Sebastián, todavía medio dormido y con la cabeza a punto de explotar.
Los niños se detuvieron al instante. Lo miraron con una mezcla de sorpresa y miedo.
—Uy, papá está de mal humor —susurró la Anita para quitarle peso al ambiente.
—Debe ser por lo de anoche —añadió el niño, como si compartieran un secreto.
Sebastián se sentó en la mesa, boquiabierto. Frente a él, un desayuno completo: tostadas con mantequilla, jugo de naranja, leche derramada, y un tazón con cereal flotando en café. No supo si reír o llorar. No sabía dónde estaba. Que sucedía. Quiénes eran ellos.
—¿Quién viene a cuidarlos? —le preguntó a Anita.
—Nadie, son tus hijos... —le dijo mojando una tostada en leche.
—Deja de decir eso. Deja. De. Parecer. Tan. Normal —tomó la tostada de la niña y la arrojó al suelo —. Dime quién eres. Ahora.
—Ok —le dijo la niña —. Soy Anita y soy tu hija en esta dimensión. Junto a los otros dos niños que ves ahí. Sofia y Mateo. Entre tú y yo, menos mal que Sofia salió linda como tú, pero inteligente como mamá. En cambio Mateo..., es muy bello obviamente porque se parece a mamá, pero..., sacó tu inteligencia.
Le dijo y tensó la mandíbula. Enseñó los dientes forzando una sonrisa tierna.
Él se quedó perplejo, aun asimilando la realidad.
— Ya estoy lista papá. — le dijo Sofía luciendo unas coletas perfectas y un uniforme.
—No me llames así —dijo Sebastián, frotándose las sienes—. No eres mi hija. Ninguno de ustedes lo es.
Los tres niños se miraron. Anita suspiró como si estuviera hablando con un paciente testarudo.
—¿Todavía no lo entiendes? —le preguntó mortificada.
—¡No entiendo nada! —gritó, levantándose de golpe—. Anoche abrí la puerta y tú estabas ahí. Luego... me desmayé. Y ahora, estoy aquí, en esta… pesadilla suburbana, con tres mocosos que no conozco y una mujer que dice ser mi esposa.
—Tu esposa se fue al hospital —informó Anita con calma—. Turno doble. Tú nos llevas al colegio hoy. Llevas una vida de padre aquí y eres feliz.
Sebastián se acercó a la ventana. Autos normales. Casas normales. Nada de rascacielos, ni penthouse, ni vistas al río. Ni señales de su antigua vida.
—Esto es un sueño. Un coma. Una broma macabra. ¿Dónde están las cámaras? ¿Quién está detrás de esto? —le dijo buscando en todas partes.
Anita se cruzó de brazos.
—¿Qué edad crees que tengo? —le preguntó levantando una ceja.
—¿Qué? ¿Qué importa eso?
—Contesta.
—Diez. Tal vez once.
—Exacto. ¿Y tú crees que una niña de diez años podría organizar todo esto? ¿Manipular tu conciencia, construir un barrio completo, contratar actores infantiles y convencer a Clara de que actúe cómo tú esposa?
Sebastián tragó saliva.
—No estás en tu dimensión, espero que eso lo hayas entendido —le dijo molesta. Fastidiada de repetir las cosas una y otra vez.
—¿Y.., quién me envió aquí? —le preguntó, ahora más abierto a entender lo que sucedía.
—El Creador, el hombre de arriba, quien está a cargo... Dios... Jesús, como se llame.
—¿Me estás diciendo que..., él de arriba..., existe...? —le preguntó con un dedo tembloroso.
—Yo que sé, yo solo sé que alguien me dió la tarea de poner a todas tus versiones en sintonía con la mía —le dijo ella levantando los hombros —. Tengo que darte una lección. Eres el último y después de ti, papá podrá volver. Mi verdadero papá digo.
—¿Y qué tengo que hacer? —le preguntó mientras Anita alistaba a Mateo.
—Tienes que ser padre y..., terminar diez tareas que te fueron asignadas.
—¿Qué tipo de tareas?
Se puso muy serio.
—Relacionadas con nosotros, la casa y mamá. Solo así vuelves a tu dimensión.
Se pasó la mano por la barba que ya no existía y por los ojos.
—Esto es absurdo. No voy a jugar a la casita.
—No tienes elección.
—¿Cómo que no?
—Porque esto no es un juego.
Mateo se acercó con su mochila arrastrando por el suelo.
—Papá, se nos hace tarde. Hoy hay clase de pintura y no quiero ser el último en llegar.
—¡Yo quiero ir adelante en el auto! —gritó Sofía.
—¡No, yo! ¡Es mi turno!
Anita los interrumpió con un gesto autoritario.
—¡Los tres al coche, ya!
Los niños salieron corriendo. Sebastián se quedó quieto, esperando que todo desapareciera como una alucinación.
Pero no pasó.
—Te explicaré en el camino —dijo Anita, colgándose la mochila.
—¿El camino a dónde?
—A la escuela. Vamos, papá. Te toca manejar.
Papá. Otra vez esa palabra.
El interior del auto olía a galletas vencidas. Sebastián se sentó al volante como si estuviera por operar maquinaria nuclear. No tenía la menor idea de como arrancar ese tipo de carro. Estaba adaptado a últimos modelos. A ferraris, Hyundais no a minivans.
—¿Y si no los llevo? ¿Y si simplemente... me largo?
Anita lo miró desde el asiento del copiloto.
—No puedes huir.
—¿Por qué no?
—Porque no hay a dónde ir. No en esta dimensión.
Sebastián giró el rostro lentamente.
—¿Disculpa?
—Estás en una realidad alternativa. Una versión de tu vida que pudo haber sido… si hubieras elegido distinto.
—¿Esto es una lección? ¿Un castigo?
—Llamémoslo… una oportunidad.
Encendió el auto. Aún con las manos temblorosas, comenzó a conducir.
—Entonces, según tú, ¿soy parte de un experimento?
—Algo así.
—¿Y tú qué eres? ¿Una enviada divina? ¿Un ángel?
Anita lo miró de reojo.
—Digamos que tengo una misión. Ayudarte a entender lo que ignoraste toda tu vida.
—No necesito entender nada. Necesito volver a mi vida. A la real.
—Para eso, hay un camino.
—¿Cuál?
—Diez tareas.
Sebastián frenó en seco el auto, pero los niños estaban bien asegurados así que lejos de asustarse se rieron bien alto.
—¿Tareas? — le preguntó volteándose a verla.
—Sí. Ya te lo había dicho. Realmente eres medio tonto o no oyes cuando te hablan —le dijo molesta —. Son pruebas que deberás cumplir como padre, esposo, humano. Cada una te va a enfrentar con algo que evadiste. No todas serán difíciles. Pero ninguna será cómoda.