Sebastián amaneció con una sensación extraña en el pecho. No era culpa, definitivamente no era responsabilidad. Tal vez… gases. Sí, seguro había cenado algo con mayonesa dudosa. Nada que no se curara ignorando su existencia.
Fue a la cocina y encontró a Sofía en pijama de unicornio, sentada en la encimera, comiéndose un panqueque que alguien (esperaba que no él) había hecho en forma de corazón.
—Buenos días, Santa —dijo la niña con una sonrisa diabólica.
—No me llames así. Ya pasó. Fue ayer. Está enterrado. — le dijo haciendo gestos de cierre con las manos.
—Tu barba está colgando de la lámpara —señaló.
Sebastián miró hacia arriba. Ahí estaba: blanca, torcida, y con lo que parecía mermelada de fresa seca. Un recuerdo tangible de su humillación pública.
Negó suavemente on la cabeza y bajó a Sofía de la encimera. Se quedó viendo sus enormes ojos y pensó que se parecía a su abuela.
Anita entró justo en ese momento, con la energía de un cachorro acabado de comer.
—¡Sebastián! Estás justo a tiempo. Hoy toca armar el árbol de Navidad —le dijo con entusiasmo.
—Armar un árbol. Ok. No debe ser difícil ¿Verdad?—masculló.
—Si claro. No debe ser tan difícil —respondió exagerando sus gestos.
—¿Qué tan grande es el árbol? —le preguntó curioso.
—Debe ser el más alto del barrio —dijo Anita—. Y tiene que tener adornos hechos a mano.
—¿Hechos por quién?
—Tú.
Sebastián soltó una carcajada. Una de esas secas, sin humor real.
—Mira, niña mágica del más allá: yo contrato gente para decorar. ¿Quieres nieve falsa? ¡Pum! Tarjeta. ¿Luces sincronizadas con la voz de Terry Perry cantando? ¡Pum! Tarjeta.
—Aquí no hay tarjeta. Aquí eres pobre, pobre, pobre —se burló de él—. Solo hay tijeras sin filo, escarcha, y una niña obsesionada con una estrella real.
Sebastián giró hacia Sofía, que le devolvió una mirada llena de dulzura y amenaza al mismo tiempo.
—¿Estrella real?
—Que brille de verdad —dijo ella—. Si no brilla, el árbol está muerto por dentro. Como un cactus feo, feo.
Sebastián no supo cómo responder eso. Anita ya le tendía una caja.
—Aquí tienes papel, pegamento, hilos, brillantina… y mucha suerte —le dijo ella con una risa burlona —. La necesitarás.
—¿No debería estar trabajando o algo? —se preguntó en un momento de duda existencial.
O sea el papá de esa dimensión debía de tener algún tipo de trabajo.
—¿Qué trabajo? —masculló ella como si escondira algo —. Eres padre a tiempo completo. Mamá es quien trabaja fuera, tú lo haces aquí.
Sebastián apretó los labios para no decir una barbaridad, pero le parecía un absurdo quedarse en casa. Sobretodo porque su mente era un poco retrasada y machista y no podía conciliar, entender que un hombre no trabajara fuera de casa. Que fuera papá de casa.
Pensó que era peor de lo que se veía. Esa dimensión realmente estaba diseñada meticulosamente para castigarlo. Porque no era posible que el Sebastián que existía ahí disfrutará de ese tipo de vida ¿o si?
Montar el árbol no fue un evento, fue una batalla campal.
Primero, las ramas parecían tener vida propia. Mientras Sebastián las conectaba, Mateo trepaba por ellas como un mono hiperactivo. A veces hasta Anita podía temerle. No parecía un ser humano.
—¡Mateo, bájate de ahí! —le dijo Sebastián al verlo.
Odió el tono que usó. Parecía su..., papá.
—¡Estoy decorando desde adentro! —le dijo entusiasmo.
—¡No eres una ardilla! ¡Eso es peligroso! —negó con la cabeza y trató de mantener la calma —. Realmente no puedo creer esto.
—¡Soy una ardilla de Navidad!
Sebastián se llevó una mano al rostro, mostificado y de pronto levantó la cabeza y abrió los ojos, asombrado.
— Soy... un... papá... — dijo con una mezcla de horror y desagrado.
Sofía, mientras tanto, había tomado el rol de directora artística.
—Ese lazo está torcido. ¿Sabes de simetría? —le preguntó con aire de empresaria o especialista en eventos.
—Tengo una vaga noción… muy vaga —le respondió él divertido, pero fingiendo estar serio.
—Entonces bórrala de tu mente y haz lo que te digo —le dijo muy seria y juntando las manos.
Anita, sentada en el sofá que tenían en el patio, se reía de todo y tomaba notas.
—Ese adorno parece una cosa extraña —comentó Anita —. Ese otro es claramente un insulto al buen gusto.
—¡Estoy haciendo lo que puedo! —le dijo él molesto.
No porque criticara su trabajo si no porque a Sofía les había gustado y no era justo que Anita se burlara de aquello.
—Lo dudo —dijo sin levantar la vista.
En algún momento, Sebastián tuvo brillantina en la nariz, pegamento en los dedos y dos botones incrustados en el talón porque Sofía decidió hacer muñecos de trapo “con personalidad”.
El árbol, sin embargo, comenzó a tomar forma. Extraña, sí. Como si hubiese sido decorado por el equipo creativo de un circo muy, muy feo. Pero forma, al fin.
Cuando cayó la noche, Sebastián se dejó caer en el sofá. Tenía la camisa manchada, el cabello pegado con algo que esperaba no fuera silicona, y las manos llenas de pequeños cortes de papel.
—Ya está. Árbol decorado. Árbol horrible, pero decorado —le dijo a Anita y no pudo dejar de admirar lo que había hecho—. ¿Qué sigue? ¿Una estrella robada del cielo?
Sofía apareció con una caja pequeña. Al abrirla, Sebastián vio una estrella de papel aluminio, cables y una batería extraída de un viejo juguete.
—La hice yo —dijo ella—. Brilla… un poco.
— ¿En serio la hiciste tú? — se quedó extrañado. — ¿A caso eres una especie de niña genio.
Sofía se encogió de hombros.
— Cualquiera puede hacerlo papá, es ciencia básica —le dijo sonriente.
Sebastián la miró y supo que no era una niña normal, era demasiado inteligente para su edad a diferencia de Mateo. Lo miró y vio como tenía brillantina en todo el cuerpo y sonreía jugando solo. Al menos era un niño feliz, pensó.