—¿Cocinar? —repitió Sebastián, mirándolos con los ojos entrecerrados—. ¿Eso es una tarea real o una trampa para matarme con aceite hirviendo?
—Es tan real como tu barriga empezando a asomarse —dijo Anita, hojeando una libreta con recetas escritas en lápiz y manchas sospechosas de chocolate.
—Yo me alimento de sushi caro y ensaladas con nombres en francés —protestó él—. Lo más caliente que he hecho en mi vida es calentar pan en una tostadora.
—Hoy harás una cena completa —continuó Anita, ignorándolo—. Entradnte, plato principal y postre.
—¿Qué clase de reto es este? —se quejó e hizo puchero como si fuera un niño pequeño.
—Uno donde perder implica decepcionar a tus hijos. Y a tu esposa. Y probablemente al..., ya sabes— le dijo señalándo arriba.
Sebastián giró hacia Clara, que entraba en la cocina con una sonrisa contenida y el cabello recogido en un moño desordenado que, para su desconcierto, le pareció francamente adorable.
—¿Esto es en serio? — le preguntó a Clara .
—Completamente. Y no acepto que uses Uber Eats.
—¿Ni siquiera para inspirarme?
—Inspirarte sí. Pedir, no.
Mateo apareció con un gorro de chef y una cuchara de madera.
—Yo quiero hacer las albóndigas.
—¡Y yo los panqueques con caras felices! —añadió Sofía.
—Los panqueques van al desayuno —corrigió Anita.
—¡Entonces cena con desayuno! ¡Rompamos las reglas!
Sebastián respiró hondo. Estaba a punto de perder el control… o la cordura. O ambos.
Dos horas después, la cocina era un campo de batalla.
Harina en las cortinas, salsa en el techo, y un misterioso huevo rodando por debajo del refrigerador. Sebastián sostenía un cuchillo como si fuera un bisturí y el tomate que intentaba cortar se le deslizaba como si tuviera vida propia.
—¡Mateo, eso era orégano, no confeti! —gritó y llevó sus dedos al tabique de la nariz —. Realmente no eres muy listo ¿o si?
—¡Huele rico igual! —le dijo Mateo.
—¡Sofía! ¡No metas la mano en el azúcar! —le dijo sabiendo que ella quería hacer el postre sin ninguna ayuda.
—¡Es para el postre! —protestó ella.
—¡Todavía no empezamos el postre! —gritó él molesto.
Clara, desde la puerta, observaba el desastre con una mezcla de horror y diversión. Se acercó con un trapo en la mano y le limpió un poco de masa de la mejilla a Sebastián. Inesperadamente besó su nariz y él deseó que hubieran sido sus labios.
—¿Quieres que tome el control? —le preguntó ella con una pequeña sonrisa y murmurando para que Anita no escuchara.
Ya ella la había advertido que bajo ninguna circunstancia podía ofrecerse a ayudar o a hacerlo ella.
—Jamás —respondió él con heroísmo fingido—. Esta es mi guerra. Mi momento de gloria. Mi pesadilla de harina.
—Estás más blanco que tu camisa —bufó ella divertida y jugando con un botón de su camisa.
—Y eso que era negra —le siguió el juego él.
Anita, anotando todo en una libreta como cronista de campo, chasqueó la lengua.
—Punto extra por compromiso. Punto menos por usar mermelada en vez de salsa de tomate.
—¡Era roja! ¡Y dulce! —se quejó él.
—Y completamente equivocada —dijo Clara, aguantando la risa.
Él bufó y se giró hacia ella.
—¿No se supone que me apoyes? —le dijo fingiendo molestia.
—Te estoy apoyando emocionalmente. Pero no puedo mentir: esas albóndigas parecen meteoritos.
—¡Yo las hice! —gritó Mateo, ofendido.
—¡Entonces son los meteoritos más lindos del universo! —rectificó Clara de inmediato, abrazándolo.
Sebastián la observó. Ese instinto maternal… esa dulzura espontánea… Algo en su pecho se movió. Como una grieta diminuta. Como una semilla de algo raro y cálido.
Se detuvo un momento para oler su cabello. Amaba como olía, en la cama, antes de dormir había cogido la costumbre de oler su almohada y luego oler su cabello. Se podía decir que se estaba acomodando en esa dimensión.
A las seis de la tarde, la mesa estaba servida. A medias quemada, pero servida. Sopa tibia de textura indefinida. Albóndigas negras por fuera y crudas por dentro. Y de postre: helado derretido con galletas desmoronadas encima, bautizado por Sofía como “Volcán de felicidad”.
—A la cuenta de tres, probamos —dijo Anita, con una servilleta sobre el regazo—. Uno… dos…
—¿Tienes un seguro de vida? —le susurró Sebastián.
—Tres —dijo ella sin piedad.
Mateo dio el primer bocado. Hizo una pausa dramática.
—Está… comestible.
—¡Eso es un logro! —exclamó Sebastián.
—¡Y el postre sabe a amor! —dijo Sofía, con helado hasta la frente.
Clara lo miró con ternura. No con burla. No con sarcasmo. Con una mirada tan sincera que él tuvo que bajar la suya para no perderse.
—Gracias —dijo ella, tocándole la mano fugazmente—. No por cocinar. Sino por intentarlo.
Él tragó saliva.
—No lo hice por… ti.
—Lo sé. Lo hiciste por ellos. Pero a veces… eso es suficiente.
Y por un segundo, Sebastián quiso besarla.
No por deseo.
Por gratitud.
Por lo fácil que hacía lo difícil.
Pero no lo hizo.
Esa noche, mientras lavaba platos con guantes de goma y una playlist de villancicos desafinados, Anita se acercó en silencio.
—Te fue bien hoy —le dijo sonriente —. Hiciste bien.
—¿De verdad? —le dijo—. ¿Me has dado un cumplido? Wao.
—Sobreviviste. No quemaste la casa. Hiciste reír a mamá —dijo en voz baja y luego susurró—. Eso ya es una victoria.
—¿Crees que ella…?
—¿Te quiere?
—No, sé que me quiere, ya me lo dijo anoche o al menos lo quiere a él..., ¿Crees que ella me crea si le digo quien soy?
Anita lo miró con dulzura antigua, como si ya supiera el final del libro.
—Quizás..., pero para qué decirle. ¿No ves lo feliz que es...? — le dijo ella —. Además papá tiene que volver, tú no deberías estar aquí. Y nadie debería saberlo.
—Pero, o sea ella me quiere ¿no?
—Poe supuesto, cree que eres papá.