Papá de imprevisto

Mi suegra..., señora... señora suegra

El sonido del timbre rompió la calma recién adquirida en la casa.

—¿Ahora quién…? —dijo Sebastián, secándose las manos con el delantal, aún con olor a ajo quemado.

Sí, ahora debía cocinar a diario. Clara estaba trabajando un poco más de lo que debería y llegaba bien cansada a la casa. El hospital estaba repleto de pacientes, y aunque no lo decía en voz alta, el agotamiento se le notaba en la forma en que se sentaba, en cómo se quedaba mirando un punto fijo antes de responder, como si su mente aún estuviera entre pasillos y salas de urgencias.

Mateo fue el primero en correr a la puerta, como cada noche, con la energía intacta de quien espera algo bueno. Detrás de él, Sofía apareció arrastrando su oso de peluche, ese compañero de tela que nunca soltaba a la hora de dormir. Sus pasos eran lentos, pero decididos, como si el ritual de recibir a quien llegaba fuera parte de un juego que no podía romperse.

Clara los alcanzó justo antes de que abrieran.

—¡No tan rápido! —dijo, demasiado tarde.

La puerta se abrió de par en par, y en el umbral apareció una mujer de cabello perfectamente alisado, labios tensos y mirada inquisidora. Vestía como si viniera de una sesión de fotos de catálogo de té fino: blusa de seda color marfil, pantalones de lino impecables, y unos zapatos que no parecían haber tocado una acera en años. Su perfume, sutil pero persistente, se esparció por el aire como una declaración silenciosa de que ella no pasaba desapercibida.

No dijo nada al entrar. Solo se quedó allí, escaneando la sala con la precisión de quien está acostumbrada a notar lo que falta, lo que sobra, lo que no encaja. Su presencia tenía algo de teatral, como si cada movimiento estuviera ensayado, cada gesto medido para causar efecto. Y lo causaba. Mateo se quedó quieto, como si el aire se hubiera vuelto más denso. Sofía apretó su oso contra el pecho, sin saber por qué, pero sintiendo que algo había cambiado.

Clara, desde la cocina, giró apenas el rostro. No parecía sorprendida. Tampoco molesta. Solo… alerta. Como si esa visita, aunque esperada, exigiera una coreografía precisa. Nadie preguntó quién era. Nadie se atrevió. La mujer avanzó con paso firme, como si la casa le perteneciera, o como si supiera que, de alguna forma, siempre había estado allí.

—¡Mamá! —exclamó Clara, fingiendo entusiasmo con habilidad de actriz consumada.

Sebastián sintió cómo algo frío le corría por la espalda.

—¡Sorpresa! —dijo la mujer con una voz que sonaba como si cada palabra le costara una onza de energía vital—. Pensé en pasar a saludar… y ver a los niños. Y a tu esposo, claro.

Sebastián se aclaró la garganta.

—Hola, suegri… señora… señora suegra.

La mujer lo observó de arriba abajo, con una expresión que mezclaba evaluación y decepción. Luego olfateó el aire.

—¿Y ese… aroma?

—Cena casera —respondió Clara con una sonrisa apretada.

—¿Tú cocinaste?

—No. Sebastián lo hizo.

Hubo un silencio absoluto y Mateo rompió la tensión.

—¡Papá casi prende fuego a la cocina, pero salvó las albóndigas!

Sofía asintió como si fueran palabras sagradas.

—Y su postre sabe a… ¿cómo dijiste?

—A amor —dijo la pequeña, cerrando los ojos dramáticamente.

La suegra frunció los labios.

—¿Sebastián? ¿Cocinando?

—No solo cocinando —dijo Anita desde el fondo, con una sonrisa traviesa—. También aprendiendo.

La mujer la miró. Entrecerró los ojos, como si estuviera calibrando el peso de esa frase. No respondió. Solo giró levemente la cabeza, como quien archiva un comentario para usarlo más adelante. Luego volvió su atención al yerno, con una mirada que parecía atravesar la piel y llegar directo al orgullo.

—Entonces hagamos esto interesante —dijo, con una voz que no admitía réplica.

—¿Cómo… interesante? —preguntó Sebastián, ladeando el cuerpo como si ya se estuviera preparando para esquivar algo.

—Una competencia. Tú y yo. Receta improvisada. Evaluación familiar. ¿Qué dices?

—¿Competencia de cocina… con usted?

—¿Te da miedo perder contra una señora de sesenta con artritis?

—¿Tiene artritis?

—No. Pero eso hace que si pierdes, sea más humillante.

Clara soltó una risa breve, casi involuntaria. Anita aplaudió como si acabara de comenzar un espectáculo. Mateo se asomó desde detrás de la mesa, con los ojos brillando de emoción. Sofía, sin entender del todo, ya había decidido que apoyaría al equipo del delantal de unicornios.

Media hora después, la cocina había sido dividida simbólicamente con cinta adhesiva. De un lado: Sebastián, con el delantal de unicornios que Sofía le había entregado solemnemente, como si fuera una armadura. Del otro: la mujer, con una elegancia que intimidaba hasta los cubiertos. No necesitaba delantal. Su ropa seguía impecable, como si la harina y el aceite supieran que no debían acercarse.

Sebastián, sudando más que en un sauna, trataba de improvisar una receta con lo que tenía a mano.

—¿Tienes idea de lo que estás haciendo? —susurró Clara mientras él intentaba batir algo que se resistía a ser batido.

—¿Alguna vez tuve idea de algo?

—Bien. Al menos eres consistente.

La suegra, mientras tanto, picaba cebolla como un chef profesional.

—¿Siempre fue así de eficiente? —murmuró Sebastián.

—Una vez la vi arreglar un enchufe mientras horneaba un pastel. Me aterra y la amo. No sé cómo se puede todo eso al mismo tiempo.

—¿Y por qué me odia tanto?

—Te considera inmaduro, narcisista y sin propósito.

—Bueno, al menos es honesta. — dijo confundido.

Clara lo miró, esta vez con ternura.

—Pero es que no te conoce como yo, como los niños. No sabe lo increíble que eres.

Sebastián tragó saliva. Luego añadió una pizca más de sal a la mezcla. Por si acaso.

Treinta minutos después, los platos fueron servidos.

La suegra presentó un soufflé de espinaca y queso gruyère con una salsa de albahaca casera.




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