Papá de imprevisto

Cena en casa de los suegros

La mañana estaba especialmente buena, tranquila y bella hasta que Clara soltó semejante bomba.

—¿Nos vemos a las siete en casa de mis padres? —preguntó Clara, secándose las manos con un repasador mientras los niños jugaban con plastilina en el suelo.

—¿Comp dices? Pero si ya vimos a tu mamá hace menos de una semana —replicó Sebastián, aún con harina en la ceja después de intentar hornear algo que claramente no era pan.

—Solo es una cena familiar. Comida, conversación, miradas inquisitivas... nada que no puedas manejar.

—¿Y podremos irnos temprano?

—¿Depende de qué tan mal te portes?

—Entonces no tengo muchas esperanzas.

La casa de los padres de Clara era como una exposición de “cosas que los niños jamás deben tocar”. Sebastián entró y sintió que cada porcelana lo evaluaba, como si tuviera ojos diminutos y juicios silenciosos. Caminó despacio, cuidando cada paso, temiendo que hasta el aire pudiera romper algo. Los muebles parecían más reliquias que objetos funcionales, y hasta el silencio tenía una textura pulida.

Clara se movía con soltura, como si el lugar no le impusiera respeto sino rutina. Sebastián, en cambio, se sentó en el borde de una silla con respaldo tallado, sin apoyar del todo la espalda, como si temiera activar algún mecanismo de alarma.

—Clara, mi amor —dijo su madre, abrazándola con una sonrisa. Luego, al ver a Sebastián cambió su rostro. — Sebastián.

—¡Hola! —respondió él, tratando de sonar relajado.

—Un gusto… volver a verte —dijo el padre de Clara, un hombre que claramente había nacido con un ceño fruncido. Le dio la mano como si se la prestara por un segundo.

Durante los aperitivos, el tema derivó, naturalmente, a los logros pasados de Sebastián. El padre de Clara ya llevaba varias indirectas e insinuaciones sobre su nuevo estatus de papá en casa; pero nada era del todo concreto. Solo el tono, la pausa calculada entre frases, y esa sonrisa que no llegaba a los ojos.

—Aún me cuesta creer lo de las criptomonedas —comentó con voz de noticiero, como si leyera un titular escandaloso—. De tenerlo todo a… bueno, a cuidar niños.

Sebastián se atragantó con el canapé. Tosió dos veces, tomó agua, y forzó una sonrisa.

—¿Criptomonedas?

El padre alzó las cejas, fingiendo sorpresa.

—Sí, cuando invertiste todo tu capital en esas “ballenas digitales” o como se llamen. Perdón si el tema es sensible.

Sebastián lo miró como si le hubieran hablado en otro idioma.

—Yo… ¿yo hice qué?

Clara, en silencio, le dio una mirada intensa. No de reproche, sino de advertencia. Como si le pidiera que recordara, que no la dejara sola en esa narrativa.

—¿No te acuerdas?

Él parpadeó. El silencio se volvió denso. La madre de Clara dejó su copa sobre la mesa con un leve “clac” que sonó más fuerte de lo que debía.

—Eh… muchas cosas han sido borrosas últimamente.

El suegro se acomodó en su silla, cruzando las piernas con elegancia ofensiva.

—Eso explica el podcast motivacional que intentaste lanzar —añadió con tono sutilmente venenoso—. “Éxito sin esfuerzo”, ¿no?

Sebastián rió incómodo. Nadie lo acompañó.

—Bueno… claramente me esforcé muy poco.

La madre de Clara sonrió con cortesía afilada, esa sonrisa que se usa en funerales y reuniones diplomáticas.

—Menos mal que Clara se mantuvo firme. Con tres niños y toda la presión, cualquiera hubiera enloquecido.

Clara dejó el tenedor sobre el plato con precisión quirúrgica. Su voz cortó el aire.

—Pero él ha cambiado —dijo, repentinamente firme. Su mirada atravesó la mesa como una flecha—. Está presente. Y eso vale más que cualquier portafolio financiero.

El padre se quedó en silencio, con la copa a medio camino entre la mesa y sus labios. La madre bajó la vista hacia su plato, como si de pronto el salmón tuviera algo interesante que decir. Sebastián tragó saliva, sin saber si agradecer o disculparse.

Silencio.

Sebastián bajó la vista a su plato, tragando saliva. Agradecido, sí, pero también en shock. ¿Criptomonedas? ¿Podcast? ¿Crisis financiera? ¿Quién había sido él en esta dimensión?

Luego de la cena, los niños se quedaron dormidos en el sofá. Clara y Sebastián salieron al balcón, donde una brisa fresca y un par de luciérnagas se turnaban para aliviar la tensión.

—Gracias por defenderme ahí adentro —dijo él, cruzado de brazos.

—No lo hice por ti.

—Vaya…

—Lo hice por lo que estás haciendo ahora. Por los niños. Por intentar. Antes, ni eso. Y no importa cuánto hayas arruinado antes. Estás aquí.

—Tú hablas como si de verdad creyeras en mí.

Clara lo miró de costado.

—Y tú hablas como si todavía no supieras quién eres.

—Técnicamente… no lo sé.

Ella rió bajito.

—Hoy, mientras ayudabas a Mateo con la tarea, pensé: ahí está el hombre que quiero que mis hijos admiren.

—Yo solo hice una torre con lápices…

—Y estuviste. Eso basta. A veces, eso es todo lo que importa.

Clara lo miró por unos segundos, y luego bajó la voz, como si las palabras fueran demasiado frágiles para el volumen habitual.

—Gracias por estar. De verdad. Yo… yo te amo.

Sebastián se congeló.

El viento sopló, suave, como si el mundo hubiera decidido guardar silencio solo para escuchar eso. Las palabras quedaron flotando entre ellos, suspendidas en el aire como luces diminutas que no sabían si apagarse o brillar más fuerte.

Él no dijo nada.

No porque no quisiera. Sino porque algo dentro de él se había detenido, como si su corazón necesitara ponerse al día con lo que acababa de escuchar.

La miró. El brillo en su cabello, la calidez en sus palabras. Su sonrisa de costado, esa que no usaba con cualquiera. Ya no podía negarlo. Se estaba enamorando de ella.

La deseó.

No como a una conquista más.

Sino como a un hogar.

Como a una certeza.

Como a una paz que no sabía que necesitaba.




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