Papá de imprevisto

La sorpresa

El silencio de la noche en casa era engañoso.

Sebastián aún sentía el eco de las palabras del padre de Clara resonando en su cráneo, como si se hubieran incrustado en algún rincón de su memoria. No recordaba exactamente qué había dicho, pero el tono, la mirada, el juicio implícito… eso sí lo recordaba. Y por alguna razón, eso le molestaba más de lo que quería admitir.

No quería ser visto como un hombre incapaz de sostener, de mantener, de proteger. No quería que lo midieran por lo que no tenía, por lo que no podía prometer.

Y entonces se dio cuenta.

Estaba pensando en ser un hombre de familia.

Pero esa no era su familia.

Ni siquiera era su dimensión.

La idea lo golpeó con una mezcla de vergüenza y deseo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué se sentía responsable de algo que no le pertenecía? ¿Por qué le dolía tanto no encajar en un molde que nunca había buscado?

Tal vez porque, sin darse cuenta, ya había empezado a querer encajar.

Sacudió la cabeza con fastidio, como queriendo despejarse de un enjambre invisible. Pero las palabras seguían ahí, zumbando, clavándose.

—Ese muchacho no sabe lo que es el esfuerzo. Esos brazos jamás han cargado una bolsa de supermercado, y su cara dice “crema hidratante” más que “papá responsable”.

Sebastián apretó la mandíbula. No sabía qué dolía más: el juicio o lo certero del retrato.

Clara, en cambio, se había puesto de pie como una leona. No gritó. No lloró. Pero cada palabra suya fue una garra. Una mujer así no se dejaba por nada del mundo.

Y ahí estaba él otra vez, pensando como si esa fuese su vida real. Como si Clara fuera su mujer. Como si los niños fueran sus hijos. Como si el comedor lleno de platos sin lavar fuera su reino.

"Tengo que salir de este manicomio."

Cerró los ojos.

Y entonces la escuchó. A su peleonera. Defendiéndolo con una furia que no pedía permiso. Con una ternura que no sabía disimular.

Y por un segundo, solo uno, pensó que tal vez no quería salir.

—Papá, basta. Sebastián ha estado aprendiendo, y lo está haciendo bien. Los niños lo adoran. Yo… yo también estoy orgullosa de él.

Esa frase le había perforado el pecho como una saeta.

Clara. Orgullosa de él.

La repitió en su mente como si fuera una melodía que no quería olvidar. De hecho, ahora que lo pensaba, nadie le había dicho eso antes. Nunca. Ni siquiera su tía, aquella que lo crió en su dimensión, con quien hacía años que había perdido contacto. ¿Seguirían en contacto? ¿Seguiría viva?

No importaba.

Lo único que sí le importaba era… Clara.

Y lo que estaba empezando a sentir por ella.

Ahí estaba ahora, en la cocina, lavando platos que no recordaba haber ensuciado. El agua tibia le envolvía las manos, mezclada con grasa, restos de cereal y un silencio que ya no le parecía hostil.

Sebastián jamás pensó que meter la mano en esa mezcla pudiera sentirse como una medalla. No de honor. No de gloria.

De redención.

—¿Piensas frotar ese plato o lo vas a hipnotizar hasta que se limpie solo? —dijo Anita, entrando como un fantasma con sarcasmo.

—Estaba... reflexionando. — le dijo en tono bajo y meditabundo.

—Wow. ¿Sabías que eso causa arrugas? — le preguntó con cara de disgusto.

—¿Viniste a atormentarme o necesitas algo? — le preguntó él cambiando un poco su cara por una más animada.

— Solo quería saber si por fin hiciste algo para mamá.

— Aun no se me ocurre nada.

— Pues aquí te traigo una ayuda...

Sacó una hoja con algo escrito y a medida que Sebasián leía parecía volverse loco; pero en cuanto leyó sonrió un poco para sí mismo. Le había gustado las ideas. "Esto seguro le encantará a Clara". Susupiró en silencio aunque Anita logró verle la cara.

— ¿Estás bien? — le preguntó arrugando el entrecejo.

— No, claro que no. — fingió estar mortificado. — Mira la tontera que has orquestrado, me pregunto cuando será suficiente.

Allí se quedó ahí fingiendo estar molesto con la lista cuando en realidad sentía nervios al saber que a Clara le gustarían.

A las nueve de la mañana, Sebastián estaba en la cocina con la lista escrita por Sofía (con crayón rosa y corazones).

PLAN CUMPLE-MÁGICO DE MAMÁ

  1. Desayuno en cama
  2. Globos (rosas, no feos)
  3. Carta con palabras bonitas
  4. Algo que brille (literal)
  5. Una sorpresa secreta que haga llorar (de felicidad, NO de tristeza)

—¿Y si le compongo una canción? —sugirió Sebastián.

—Solo si no la cantas —dijo Sofía, tapándose los oídos por anticipado.

—Soy un execelente cantante —resolpló Sebastián.

—Jaja buena esa —le dijo Anita.

Sebastián roló los ojos y le hizo jaranas.

El caos empezó cuando Sofía intentó derretir brillantina para hacer “una joya mágica”, y terminó con un sartén arruinado y el detector de humo activado.

A las 8:00 a. m., el desayuno estaba listo (más o menos), los niños estaban limpios (más o menos), y el regalo estaba envuelto (más o menos… con cinta aislante porque no encontraron otra cosa).

Sebastián subió con una bandeja que contenía: panqueques en forma de corazón, fresas, café, y una rosa artificial que Sofía había encontrado debajo del sofá y declarado “perfecta”. Él no discutió. Solo la colocó en el centro, como si fuera una joya.

Abrió la puerta con cuidado, como si el aire pudiera despertarla.

Clara dormía envuelta entre las sábanas, el cabello suelto sobre la almohada, respirando con esa calma que solo aparece cuando el cuerpo se siente seguro. La luz de la mañana se colaba por la cortina, dibujando sombras suaves sobre su rostro.

Por un segundo, Sebastián se quedó mirándola. Había algo en esa quietud, en su expresión relajada… algo que lo desarmaba. Sí, en efecto, se estaba enamorando cada vez más. No por lo que ella hacía, sino por lo que era cuando no hacía nada.

No era como las mujeres de su antiguo mundo. No había retoques ni poses. No había filtros ni frases ensayadas. Solo era ella, natural y sin maquillaje. Y eso, para él, era más impactante que cualquier artificio.




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