Papá de imprevisto

En la guardería

Aunque Sebastián había tenido momentos de lucidez y hasta cierta ternura, seguía siendo, en esencia, un monumento a la arrogancia. Y esa mañana, al escuchar la tarea que Anita le había asignado, sintió que estaba siendo víctima de una broma cósmica de mal gusto.

—No. No. No. ¡Definitivamente no! —gritó, dando un paso atrás. Esa tarea sí que no la haría… bueno, al menos intentaría que Anita la cambiara.

—Es solo un grupo de niños de preescolar —dijo Anita con una sonrisa traviesa, mientras le ponía una mochila ridículamente colorida en las manos—. Trece para ser exactos. Contando a Tomás, que… muerde.

—¿Muerde? ¿Qué clase de criatura es Tomás?

—Un niño muy expresivo —respondió Anita, encogiéndose de hombros como si fuera algo completamente normal.

Lo empujó suavemente hacia la entrada de la guardería. El edificio era una explosión de colores primarios, decorado con animales que parecían demasiado felices y letras gigantes que parecían gritarle “¡no escaparás!”. A su alrededor, los niños se movían como ráfagas de caos: corriendo, gritando, lanzando juguetes como proyectiles. Sebastián lo vio todo en cámara lenta, como si estuviera entrando en una película de terror infantil. Era un manicomio. Una zona de guerra con soldados de menos de un metro.

—¿Cuál es la maldita lógica de esta dimensión? —susurró, justo antes de que una pelotita de goma lo golpeara directo en la frente—. ¿Por qué no puedo tener una tarea tipo: “pasar el día en un spa reflexionando sobre la paternidad”?

—Porque eso no te transforma —respondió Anita, como si leyera sus pensamientos—. Y porque aquí no eres millonario. Que va, estás en bancarrota y te convertiste en papá de casa.

—Ya, ya no hace falta que me humilles tanto… —levantó la mano en son de paz.

Una mujer bajita y energética, con delantal estampado de unicornios, apareció frente a él.

—¡Sebastián! ¡Qué bueno que llegaste! Hoy te toca cuidar la Sala de los Ositos —dijo sin dejar de sonreír, mientras le colgaba un silbato en el cuello. Obviamente, era una sonrisa fingida—. ¡Buena suerte!

Antes de que pudiera protestar, lo empujaron dentro del aula. El ambiente cambió de inmediato: una estampida de niños lo rodeó como si fuera el último adulto en pie tras una invasión. Uno de ellos, con camiseta de dinosaurio y ojos que gritaban “libertad condicional”, se le aferró a la pierna con la determinación de un escalador profesional.

—¡Tú eres el nuevo profe! ¿Sabes hacer fuego con palitos?

—¿Qué? ¡No!

—¡Entonces no eres un verdadero adulto!

Una niña lloraba porque “su galleta tenía una esquina rota”, como si el universo le hubiera fallado en lo más profundo. Otro niño, con tono serio y mirada de abogado en formación, exigía que se resolviera una disputa legal con su peluche, acusado de sabotaje nocturno por “no dejarlo dormir anoche”.

Sebastián respiró profundo. O lo intentó.

—Ok… voy a improvisar. Como en mis fiestas de fin de año —se dijo, sin ninguna esperanza real de salir ileso.

Minutos después, Sebastián estaba metido hasta el cuello en una caja de disfraces, buscando una solución mágica al motín que había provocado con su error dental. Al sacar la cabeza, llevaba una peluca verde fosforescente colgando de la oreja, dos pegatinas de rana en la frente y la mirada perdida de quien empieza a cuestionar todas sus decisiones de vida.

—¡Hora del cuento! —gritó como quien lanza una bengala en el mar.

Todos lo miraron. Silencio absoluto. Por tres gloriosos segundos.

—¿Es un cuento de terror? —preguntó un niño bajito con voz aguda.

—Eh… sí. Terror. Absoluto —respondió con tono misterioso.

Improvisó una historia sobre un dragón que tenía miedo a los niños gritones y se convertía en gelatina cada vez que alguien decía “¡pum!”. Funcionó por cinco gloriosos minutos… hasta que descubrieron que “¡pum!” era la palabra más divertida del universo y empezaron a gritarla como si fuera un hechizo explosivo.

Luego intentó origami (terminó con un papel pegado en la ceja), canciones (uno se tapó los oídos y gritó “¡me sangran!” como si fuera una ópera trágica), y juegos con bloques (Tomás usó uno como proyectil y otro como argumento filosófico). Anita, desde la puerta, lo observaba sentada como una crítica de arte disfrutando una ópera caótica en primera fila.

—¿Algún consejo útil? —suplicó durante el receso.

—Intenta hablarles como si fueran adultos. Como tú cuando negocias con tu contador.

—¿Y qué se supone que les diga? ¿Que diversifiquen su portafolio y que los dulces no son activos líquidos?

—Exactamente eso. —Se quedó pensativa— ¡Pero con dibujos!

Sebastián entrecerró los ojos. No era mala idea. Quizás así lograra conectar con ellos.

Después del recreo, todo se salió de control. Una guerra de pintura estalló cuando Mateo, que apareció como un cometa sin previo aviso junto a su grupo, declaró solemnemente que el arte debía ser “más expresivo” y vació un tarro entero de témpera roja sobre la cabeza de Sebastián, como si estuviera bautizándolo en el nombre del caos creativo.

—¡Es arte moderno! —gritó el niño.

—¡Es una tragedia capilar! —respondió Sebastián, mientras intentaba limpiarse con una toalla con forma de unicornio.

En algún punto, un niño encerró al muñeco de práctica de primeros auxilios en un armario y lo declaró oficialmente un “monstruo que devoraba adultos aburridos”. Sebastián lo miró, lo pensó… y decidió no discutir. Si alguien lo estaba viendo por una rendija, probablemente lloraría de lástima. Y por supuesto, ningún maestro se acercó. Nadie. Él estaba a un paso de salir corriendo por el pasillo, gritando que esa no era su dimensión. No le importaba. Tal vez vivir en las calles no fuera tan terrible. Al menos ahí nadie le lanzaría bloques.

Pero entonces, ocurrió algo raro.

Pero entonces, ocurrió algo que ni la témpera ni los gritos pudieron borrar.
Una niña muy tímida, que no había dicho ni “hola” en toda la mañana, se le acercó con una hoja de papel. En ella, había dibujado a Sebastián con capa, pegatinas en la frente y rodeado de niños que lo cargaban como si fuera el campeón de una batalla absurda.
—¿Este soy yo? —preguntó, sin saber si reír o llorar.
Ella asintió con una ternura increíble.
—Eres el super profe.




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