Papá de imprevisto

Mi otro yo

Apenas llegaban los pequeños diablillos a la casa se escuchaban los gritos de la familia..., bueno los grios de Sebastián porque rara vez escuchabas a Clara decir algo. Esa mujer tenía la paciencia de un depredador cuando asecha a su presa.

—¡No, Mateo, no metas eso en el microondas! —gritó Sebastián, corriendo hacia la cocina.

Hoy no estaba de humor para niños luego de regresar de la guardería con Anita y Mateo.

—¡Pero quería ver si las crayolas explotan! —respondió el niño mientras sujetaba la bandeja del microondas con total inocencia.

Sebastián le arrebató el puñado de lápices de colores derretidos con una mezcla de desesperación y resignación, como si ese gesto fuera lo único que podía controlar en medio del caos. Se dejó caer pesadamente en la silla más cercana, sin preocuparse por si estaba limpia o si tenía restos de plastilina pegados en el asiento. Su cuerpo pedía tregua. Estaba agotado, con los músculos tensos por el esfuerzo físico, dolorido como si hubiese corrido una maratón sin entrenamiento previo. Pero lo que más lo afectaba no era el cansancio físico, sino ese desgaste mental que se acumula cuando uno intenta mantener la cordura en medio de gritos, carreras y manchas de pintura.

Psicológicamente alterado era poco. Su mente parecía un tablero de ajedrez donde todas las piezas se movían sin lógica, sin estrategia, solo por impulso. Y el olor... el olor era una mezcla penetrante de témpera, marcador permanente y algo más difícil de identificar, pero inconfundible: sudor infantil. El suyo, probablemente, de tanto correr tras Mateo, que parecía tener la energía de cinco niños concentrada en uno solo. Ese niño no se tranquilizaba con absolutamente nada. Ni cuentos, ni juegos de mesa, ni amenazas veladas de “voy a llamar a tu mamá”. Era un verdadero remolino humano, un torbellino de piernas inquietas y carcajadas descontroladas. Extrañamente, Sebastián no podía evitar verse reflejado en él. Había algo en esa intensidad, en esa forma de desafiar el mundo con cada movimiento, que le recordaba a sí mismo cuando tenía esa edad. Tal vez por eso no podía enojarse del todo.

Habían pasado apenas dos horas desde que volvió de la guardería, y aunque había sobrevivido a una mañana entera rodeado de pequeños salvajes —cada uno con su propio universo de demandas y berrinches—, su verdadera batalla comenzaba ahora. Mantener su casa en pie con solo tres niños parecía, en comparación, una misión imposible. Cada rincón se convertía en un campo de juego, cada objeto en una potencial arma o tesoro, dependiendo del humor del momento. Tomaba un descanso de dos minutos, apenas lo suficiente para respirar hondo y convencerse de que no todo estaba perdido, y luego se levantaba como un centinela para supervisar lo que hacía cada niño. No por paranoia, sino por experiencia: sabía que el silencio prolongado era señal de travesura en curso.

—¿Dónde está Sofía? —preguntó mirando a Anita, que hojeaba una revista como si la vida no fuera un caos a su alrededor.

—Se encerró en el baño con un globo y dice que ahora es su castillo.— le dijo sin mirarlo a los ojos.

—Perfecto. Me encanta esta dimensión. — Anita le hizo un gesto de aburrimiento. —¿Ya dije lo mucho que me encanta?

Anita le lanzó una mirada de “sigue quejándote y te doy otra tarea”, y él se hundió más en la silla, levantó la cabeza al cielo y deseó tener en su mano una bebida de whiskey, pero en su lugar tenía un crayón verde que había encontrado en el suelo antes de dejarse caer en el suelo.

La noche llegó envuelta en olor a sopa, risas de niños y restos de pegamento en el pelo de Sebastián. Clara llegó poco después del atardecer, agotada y con una bolsa de pan bajo el brazo. Se detuvo al verlo sentado en el suelo, con Sofía dormida sobre su pecho y Mateo abrazado a su pierna.

—¿Tú…? —empezó ella, sin poder creerlo.

—Sí. Lo hice. Sobreviví a la guardería. Sobreviví a tus hijos. Y sobreviví a mí mismo. ¿Puedo recibir una medalla o algo?— le preguntó altanero.

Clara dejó el pan sobre la mesa y se agachó a su lado. Lo miró por unos segundos, en silencio. El corazón de Sebastián latió tan fuerte que parecía un motor en plena carrera de autos. Tragó en seco y se quedó muy quieto. Posó la mirada en ella y se perdió en los ojos verdes de ella.

—¿Un beso estaría bien? — le preguntó ella sonriente. ¿A caso acababa de ofrecerle un beso? —. Estuviste genial, la maestra debe estar muy agradecda contigo, desde que supo la noticia de la leucemia de su hija, no ha tenido tiempo para estar en el salón y toda ayuda cuenta.

Sebastián bajó la mirada. Por un segundo, se sintió incómodo. No estaba acostumbrado a recibir agradecimientos por cosas que no implicaran un depósito bancario o una botella de vino caro.

—No sé si lo hice bien —dijo—. Pero sinceramente me divertí...

Clara rió, ahogando el sonido para no despertar a Sofía.

—¡Qué bueno! — giró la cabeza en un gesto de halago. — ¿Quieres una taza de té?

Él asintió, en silencio, como quien no necesita palabras para confirmar lo que ya está dicho entre líneas. La miró mientras ella se levantaba con esa calma aprendida, esa rutina que se vuelve casi ritual cuando se vive entre niños, tareas y días que parecen repetirse pero nunca son iguales. Caminó hacia la cocina para preparar la tetera, y en ese gesto cotidiano, casi invisible, él encontró una belleza que no tenía nada que ver con lo superficial.

Su cabello estaba algo desordenado, como si las horas del día se lo hubieran revuelto con manos invisibles. Tenía ojeras marcadas, testigos silenciosos de noches interrumpidas por llantos, pesadillas o simplemente por el peso de la responsabilidad. Y sin embargo, él la encontró hermosa. No por cómo se veía en ese momento, ni por ningún estándar externo. Sino porque ella, junto a los niños, representaban algo que él había esquivado durante años con argumentos racionales y miedos disfrazados de independencia: una familia de verdad.




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