—¿Por qué tengo que usar mallas ajustadas, una capa de terciopelo y una espada de juguete? —gruñó Sebastián, mirando su reflejo en el espejo con horror.
—Porque es por los niños —respondió Clara, conteniendo la risa mientras sostenía una corona torcida.
—No me lo estás diciendo en serio…
—¿Quieres fallar la tarea? —intervino Anita desde el umbral, cruzada de brazos—. El evento benéfico para el centro infantil es hoy. Vas a ser el animador principal: el Príncipe Valeroso del Reino de la Empatía.
—¿Reino de qué? —Sebastián pestañeó.
—De la Empatía, papá. Es como… el amor, pero sin necesidad de rosas y hoteles caros —explicó Anita con picardía.
—Ya sé lo que es la empatía — le dijo mortificado. — ¿Y qué se supone que haga exactamente?
—Animar a los niños, actuar en la obra y defender el castillo inflable del ataque de los caballeros rebeldes. Tú eres el líder de los buenos. No puedes perder.
—¿Y si pierdo?
—Probablemente acabes en el calabozo de los fracasados. Metafóricamente. O no. Depende del humor de Sofía.
Sebastián suspiró tan profundo que le dolió la espalda, como si el aire que soltaba arrastrara consigo el peso de días enteros de tensión acumulada. Cerró los ojos por un instante, y sin que lo decidiera conscientemente, cruzó su mente la imagen de Clara. Sus ojos verdes, serenos pero intensos, lo miraban como si pudieran leerle el alma sin esfuerzo. Y su sonrisa… esa sonrisa cautivadora que no era ruidosa ni exagerada, pero que tenía el poder de desarmarlo por completo.
Era extraño. O quizás no tanto. Porque cada vez que pensaba en ella, algo dentro de él se aquietaba. Como si el caos que lo rodeaba —los niños, el desorden, el cansancio, la incertidumbre— se volviera más llevadero solo con imaginarla cerca. Clara no era solo una presencia agradable. Era paz. Era refugio. Y eso lo desconcertaba más que cualquier otra cosa. Porque él, que siempre había sido racional, que se había prometido no perder el control por nadie, empezaba a sentir que estaba cayendo. No enamorándose, no encariñándose… cayendo. Como quien se lanza sin red, sin cálculo, sin miedo.
Cada gesto de ella, cada palabra, cada mirada, parecía tener un efecto desproporcionado en él. Y lo sabía. Lo sabía y no podía —ni quería— evitarlo. Estaba perdiendo el juicio por Clara, y lo más inquietante era que esa pérdida no le dolía. Al contrario, le traía una calma que no había sentido en años. Como si, por fin, estuviera dejando de luchar contra algo que siempre había querido, pero que nunca se había permitido desear.
El evento se llevó a cabo en el parque central. Había carpas, juegos, una banda de flautas desafinadas que parecía ensayar su propia rebelión sonora, y al menos treinta niños disfrazados como caballeros, dragones, princesas y uno que juraba ser un león zombi, rugiendo con convicción y tropezando con su propia melena de papel.
Clara estaba radiante. Vestía un vestido medieval azul celeste que parecía hecho de cielo, una trenza postiza que le caía como si fuera parte de ella, y una sonrisa real —no por el disfraz, sino por la forma en que iluminaba todo a su alrededor. Sebastián la vio entre las carpas, rodeada de niños, y por un momento el ruido se apagó. No la música, ni los gritos, ni el caos. Él. Él se apagó. Como si su mente necesitara silencio para procesar lo que sentía.
Sofía era una princesa con corona de cartón que se deslizaba por su frente cada vez que corría. Mateo, en cambio, era un dragón con una cola que arrastraba como si fuera una carga ancestral, y con la firme misión de derrotar al rey falso —que, según él, era el señor de los algodones de azúcar.
Pero Sebastián apenas los veía. Todo lo demás era un fondo borroso. Clara, en cambio, era nítida. Clara era el centro. Y él, que había venido a cuidar, a organizar, a mantener el orden, se descubría contemplándola como si fuera parte de un cuento que no recordaba haber leído, pero que sabía de memoria. Estaba perdiendo el juicio. Y lo sabía. Pero si eso era locura, entonces que no lo curaran nunca.
—¡Estás increíble, amor! —dijo Clara al verlo acercarse con su capa y una corona chueca.
—¿Tú crees? — le dijo embelesado por su belleza.
—Pareces salido de un videojuego… de bajo presupuesto, pero aún así.
—Eso es un cumplido, ¿verdad? —se le acercó y tocó su barbilla, ella sonrió en complicidad. —En tu caso, lo tomaré como sí.
La obra empezó. Sebastián, con un pergamino en mano, intentaba leer el guión que Anita había escrito a mano.
—“Pueblo del Reino de la Empatía: hoy enfrentaré al malvado… Lord Gruñón y sus esbirros de la Oscuridad…” —leyó, entrecerrando los ojos—. ¿De verdad este guion tiene una escena de lucha coreografiada con espadas de goma?
—¡Prepárate! —gritó Mateo, vestido de caballero, y le arrojó una esponja decorada como bola de fuego.
Sebastián esquivó por reflejo y terminó tropezando con una princesa dormida.
El público estalló en carcajadas.
—¡Sigan, sigan! —gritó Anita desde los bastidores—. ¡Es parte del show!
Sebastián se levantó, dignamente indignado, y sacó su espada de plástico.
—¡Por el Reino de la Empatía!
Los niños lo atacaron en masa. Espadas de goma, flechas de fieltro y uno que le mordió la capa con la ferocidad de quien defiende un reino imaginario. Fue una batalla épica. Ridícula. Sudorosa.
Y gloriosa.
Sebastián comenzó a disfrutarlo. Al principio por compromiso, luego por contagio, y finalmente por algo que no supo nombrar. Hacía movimientos dramáticos, caídas exageradas, gritaba líneas como “¡No me arrebatarán mi corona emocional!” y “¡El amor triunfará!”, mientras los niños lo rodeaban como si fuera el villano favorito de una obra sin guion.
Clara lo miraba desde una esquina, con Sofía en brazos y la sonrisa intacta. Y él, entre espadazos y mordidas, la buscaba con la mirada. No para asegurarse de que lo viera, sino porque verla lo hacía sentir que todo tenía sentido. Que ser ridículo también podía ser hermoso. Que sudar por una causa inventada era, de algún modo, una forma de rendirse ante algo más grande.