Papá de imprevisto

Entre las olas y el cielo

El sol comenzaba a caer sobre la línea del horizonte, como si se deslizara lentamente hacia el mar para descansar. El cielo se transformaba en una paleta viva de tonos naranjas, rosados y dorados, pinceladas cálidas que se extendían como caricias sobre las nubes dispersas. El aire tenía ese aroma salino y tibio que solo existe al final de una tarde junto al mar, cuando el día se despide sin apuro.

El mar, sereno, rompía con suavidad en la orilla, sus olas pequeñas susurrando secretos antiguos que nadie escuchaba, pero todos sentían. Cada ola parecía sincronizada con el ritmo de la calma que empezaba a instalarse, como si la naturaleza misma supiera que era hora de bajar el volumen.

Los niños corrían descalzos sobre la arena, dejando huellas que se borraban segundos después. Gritaban, reían, caían y se levantaban de nuevo, como si el mundo fuera un juego sin reglas. Sus voces se mezclaban con el sonido del agua, creando una sinfonía imperfecta pero profundamente humana. La arena se les pegaba a los tobillos, a las rodillas, al alma. Y ellos no lo notaban. Porque estaban vivos. Porque estaban juntos.

Desde la distancia, todo parecía suspendido en una especie de magia cotidiana. Como si ese instante —ese preciso instante— fuera una fotografía que nadie tomaría, pero que quedaría grabada en la memoria de quienes lo vivieron.

—¡Mateo no metas arena en los sándwiches! —gritó Sofía, mientras una gaviota sobrevolaba su cabeza.

Mateo respondió con una carcajada. Anita estaba cerca, sentada en una toalla con un cuaderno en las piernas, como siempre, escribiendo cosas que solo ella entendía. Sebastián la observó desde la distancia, como si esperara que en cualquier momento ella se levantara a darle otra orden en clave.

Pero no. Hoy no era día de tareas. Hoy… era solo una fiesta en la playa. Después del aniversario, que había sido por todo lo alto, con regalos fuera de lo común, Anita había decidido que necesitaba un desacnso de todo el sistema de tareas.

—¿Tú hiciste esto antes? —preguntó Sebastián, acercándose a Clara, que sostenía una hielera en los brazos.

—¿Qué cosa? —respondió ella, sin mirarlo directamente.

—Una fiesta así, con todo este caos tan...

Clara soltó una pequeña risa.

—Antes no te gustaban estas cosas. En las fotos siempre salías con cara de “¿quién me obligó a estar aquí?”

—¿Y ahora?

Ella levantó la mirada, como evaluándolo. Era un gesto que empezaba a conocer en ella: escudriñarlo no solo con los ojos, sino con el corazón.

—Ahora… pareces alguien más.

La frase quedó flotando entre ellos. Sebastián no supo si sentirse aliviado o asustado. Era cierto. Él era alguien más. Y sin embargo, esas palabras le dolieron. Porque por primera vez, deseaba que no fueran del todo verdad. Que no existiera otro "yo" que volvería n cuanto él terminara las tareas.

Más tarde, con la fogata encendida y las luces colgantes tintineando sobre las palmeras, la playa se volvió un refugio tranquilo. Los niños, agotados, dormían bajo una manta que Anita acomodaba con cuidado, como si el gesto contuviera algo más que abrigo. A cierta distancia, Clara y Sebastián permanecían en silencio, sentados en la arena, observando el fuego danzar. No hacía falta hablar: el día había dicho todo lo necesario.

—Últimamente estás… lejos —dijo ella de pronto, mirando las llamas.

—¿Lejos? Estoy aquí mismo.

—No de cuerpo, Sebastián —susurró—. De alma. A veces siento que te miro y hay una parte de ti que no está aquí conmigo… además cuando... estamos solos, no es lo mismo.

Él se quedó callado. Porque era verdad. Y no podía explicarle que no era él.

—Lo siento —dijo al fin—. Estoy intentando… hacer las cosas bien y... ¡Espera! Cuando estamos solos... soy diferente malo o diferente...

Ella lo miró y soltó una carcajada.

— Es diferente, eso es todo... .— hizo una pausa.

El silencio se instaló otra vez, pero esta vez era cómodo. De esos silencios que uno solo puede tener con alguien que conoce bien… o que está empezando a conocer de verdad.

—Ven. — le dijo él riendo.

—¿A dónde?

—No seas aguafiestas. Ven conmigo.

Ella aceptó la mano, curiosa. Él la llevó a la parte de la playa donde la arena estaba más firme. Con el mar de fondo y las estrellas saliendo una a una, él sacó de su bolsillo un pequeño altavoz, lo encendió, y comenzó a sonar una melodía suave, una balada antigua que no reconocía, pero que le pareció perfecta.

—¿Bailamos?

—¿Aquí?

—¿Dónde si no? Es una fiesta, ¿no?

Ella rió. Una risa verdaderamente hermosa.

—Eres un tonto —dijo.

—Lo sé. Pero hoy… soy tu tonto.

Comenzaron a moverse lentamente, con los pies hundiéndose apenas en la arena tibia, los cuerpos cerca pero sin tocarse del todo, como si el espacio entre ellos aún guardara una última duda. Clara titubeó al principio, su gesto leve, casi imperceptible, pero luego apoyó la cabeza en su pecho. No fue una decisión, fue una rendición tranquila. Como si ese lugar —ese rincón entre el fuego y el mar— fuera el único sitio donde podía descansar.

Y entonces, todo se detuvo.

El fuego dejó de crujir. Las olas parecieron contener el aliento. Incluso el aire se volvió más lento, más denso. El mundo entero se replegó, como si entendiera que no debía interrumpir. Solo estaban ellos dos.

Sebastián bajó la mirada. Clara lo miraba también, sin urgencia, sin palabras. La besó.

Fue un beso breve, suave, apenas un suspiro compartido. Pero bastó. Bastó para que el tiempo se doblara sobre sí mismo, para que el presente se llenara de ecos del pasado.

Al separarse, sus frentes quedaron juntas, respirando el mismo aire. Clara no dijo nada. Solo cerró los ojos un instante, como si quisiera atrapar el momento antes de que se escapara.

Y entonces Sebastián susurró:

—Así fue como te vi la primera vez.

No lo dijo como una confesión, sino como una revelación. Porque en su dimensión, cuando la vio por primera vez, ella también estaba así: quieta, luminosa, como si el universo la hubiera colocado allí a propósito. No había fuego ni playa entonces, pero sí esa misma calma, esa misma forma de ocupar el espacio sin pedir permiso.




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