Papá de imprevisto

El zoológico, la misión y... ¿las fieras sueltas?

El lunes amaneció con la serenidad de los días en que todo parece estar en calma… hasta que despiertas.

Sebastián abrió los ojos con la sensación de haber dormido apenas unos minutos. El aire tenía ese silencio engañoso que precede al estruendo, como si el mundo contuviera la respiración. Pero desde la cocina llegaban señales de vida: el crujido de una caja de cereal maltratada, risas entrecortadas, pasos apresurados, el canto infantil que desafiaba toda lógica musical. El aroma del café se mezclaba con el dulce del jugo derramado, y el sonido de cucharas chocando contra platos marcaba el ritmo de una coreografía improvisada.

Todo era movimiento, ruido, desorden. Y sin embargo, en medio de ese caos, había una armonía secreta. Una belleza imperfecta que solo se revela cuando se mira con el corazón en lugar de los ojos. Sebastián permaneció unos segundos más en la cama, saboreando la escena como quien contempla un cuadro que no necesita orden para ser arte.

—¡Papá! —gritó Sofía, entrando al cuarto, corriendo—. ¡¡HOY ES EL DÍA!!

—¿Qué día? —preguntó Sebastián, desorientado.

—¡Zoológico! ¡ZOO-LO-GI-CO!

Clara apareció en la puerta de su cuarto con un desayuno mal armado

—Confirmado: zoológico. Ya lo habíamos hablado. Recuerda que prometiste llevarlos esta semana.

—¿Yo prometí eso?

—Lo dijiste hace tres meses más o menos. Mateo se lo tomó en serio. Ya están listos. Sé que creíste que a Mateo se le olvidaría pero no fue así —tomó un largo suspiro—. Si no quieres ir...

—Si, si quiero ir —se presuró a decir—. Es solo que no recordaba.

Clara sonrió un poco antes de ir al baño para cambiar su ropa de dormir.

Anita apareció entonces, vestida con una gorra ladeada, una mochila repleta de quién sabe qué, y una camiseta verde chillón que proclamaba “Salvemos a los hipopótamos” con letras que parecían gritar más que ella. Era sabido que estaba atravesando una etapa ecologista, con discursos inflamados sobre el deshielo, el reciclaje y la dignidad de los manatíes. Pero también, y esto era más inquietante, una etapa de ángel guardián. Se había autoproclamado protectora de causas perdidas, animales en peligro… y personas emocionalmente vulnerables.

Sebastián la miró con cierta desconfianza. Esa cara… esa cara no era normal. Tenía la sonrisa de quien sabe algo que tú no, los ojos brillantes de quien está a punto de hacer una revelación incómoda, y una energía que no combinaba con el caos matutino. Era como si hubiera desayunado entusiasmo con doble dosis de propósito.

Y él, que apenas había logrado abrir los ojos.

—¿Tienes algo que decirme? —le preguntó en voz baja.

—Sí —dijo Anita, sacando un pequeño sobre doblado en cuatro.

Sebastián lo abrió con resignación. En su interior, una tarjeta escrita con tinta verde fluorescente decía:

TAREA SEIS: Enfrenta a tu pasado sin arruinar tu presente. Los niños serán tus guías. No digas que no te advertí.

—¿Eso es todo? —susurró— ¿No hay instrucciones? ¿Pistas? ¿Qué se supone que debo hacer? —se encogió de hombros—. Se supone que me dabas la tarea y ya estaba, no había pistas ni nada por el estilo. ¿Y ahora me sales con esto?

—Es el zoológico. Hay suficientes animales como para hacerte pensar —sonrió con picardía—. Además debes poner ese cerebro a pensar. Usa la sustancia gris.

—¿Qué se supone que significa enfrentar el pasado? —resopló—. El pasado.

Anita se encogió de hombros con una sonrisa críptica.

—A veces hay cosas que huelen peor que un mono tití. Suerte.

—Ahora te estás burlando de mí —le gritó molesto.

Clara asomó la cabeza y los miró con algo de intriga.

—No se rían —les pidió con timidez—. Sé que no es la ocasión, pero quería usar algo lindo.

Clara se había puesto un vestido sencillo, pero en ella parecía algo más. No era solo ropa: era una declaración silenciosa, una necesidad de sentirse vista. Sebastián se quedó muy quieto, como si el aire se hubiera vuelto más denso. Anita, siempre intuitiva, sonrió con dulzura y se llevó una mano a la boca, como si supiera que algo importante estaba ocurriendo.

—Estás preciosa —le dijo con suma ternura. Luego miró a su supuesto padre y le dio un golpe—. Dile a mamá que luce bella.

—No tienes que decirme nada...

—Es que no puedo decir nada —le contestó hipnotizado. Clara agachó la mirada triste—. ¿Qué palabras se usan para designar algo que es perfecto?

Clara se sonrojó, y él palideció. No por vergüenza, sino por la certeza que lo golpeó sin aviso: la amaba. No como una idea, ni como una posibilidad. La amaba como se ama lo inevitable.

El camino al zoológico fue una mezcla de preguntas infantiles, juegos con placas de autos, y Sebastián tratando de entender qué clase de trampa del destino lo había llevado hasta allí. Evitaba pensar en lo que realmente lo tenía con los nervios de punta: no era el tráfico, ni los hipopótamos, ni siquiera la camiseta de Anita. Era Clara. Era ese sentimiento que ya no podía ignorar, que se había instalado en su pecho como una verdad que no pedía permiso.

Cuando llegaron, el sol ya calentaba la acera. Había familias, vendedores de algodón de azúcar, y un tipo vestido de canguro bailando reguetón que por supuesto se llevó la mirada despertiva de Sebastián que creyó que no era apropiado, de hecho le tapó los ojos a Mateo.

Compraron algodó de azucar y antes de siquiera entrar ya tenían las amnos pegajosas. Él los guió al interior del parque mientras leía el mapa, intentando fingir que todo era normal.

—Papá, quiero ver a los tigres primero —dijo Mateo.

—Yo quiero flamencos —gritó Sofía.

"¡Awww!", se viene otra pelea. Pensó Sebastián que se sentía algo agotado.

—Podemos organizarnos —intentó mediar Anita—. Sebastián, ¿quieres que te lea el plano?

—No, no, gracias. Yo puedo…

No podía.

Sebastián se detuvo de golpe. Frente a la jaula de los osos perezosos, con una cámara colgando del cuello y un vaso de frappuccino en la mano, estaba Valentina, su ex novia número uno: una ex-modelo que solía dar conferencias sobre como hacerse millonaria teniendo "amigos".




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