El sol ya bajaba cuando Sebastián y Camila se reencontraron por completo. El resto del zoológico quedó en segundo plano, como si el mundo se hubiera difuminado en torno a ellos. Los niños corrían de una jaula a otra, y Clara los seguía con una sonrisa cansada pero genuina. Sebastián, en cambio, caminaba en paralelo con Camila, separados por una cerca de bambú y una jaula de suricatas que escarbaban la tierra sin prestar atención.
Camila lucía como siempre: impecable, segura, con ese aire de superioridad que alguna vez lo había fascinado. Su voz tenía el mismo tono envolvente, y sus gestos seguían cargados de una elegancia que parecía ensayada. Sebastián la miraba con una mezcla de nostalgia y deseo, como si en ella aún viviera algo que le pertenecía.
No recordaba del todo por qué se habían separado, ni por qué su relación había terminado en la otra dimensión. Solo sabía que, en ese otro tiempo —cuando él era un hombre vacío, moldeado por expectativas ajenas y por una necesidad constante de validación— Camila había sido su centro. Su guía. Su espejo.
Ahora, algo en él empezaba a cambiar. No lo suficiente como para rechazarla, pero sí lo justo como para sentir una incomodidad sutil, como si sus palabras ya no encajaran del todo. Como si su presencia, antes reconfortante, ahora le pesara un poco. Pero Sebastián no lo reconocía aún. Seguía creyendo que Camila podía ser parte de su nueva vida, sin darse cuenta de que ella pertenecía a la versión de sí mismo que estaba intentando dejar atrás.
Camila, por su parte, parecía notar el cambio, aunque no lo mencionaba. Lo rodeaba con frases dulces, con recuerdos compartidos, con promesas que sonaban a reciclaje. Y él, atrapado entre lo que fue y lo que empezaba a ser, caminaba junto a ella como quien sigue una melodía familiar sin saber que ya no le pertenece.
—No puedo creerlo —dijo ella, con una risa melosa—. ¿Tú? ¿Papá de tres? ¿Cambiando pañales? ¿Eso no era como… tu peor pesadilla?
Sebastián hizo una mueca entre risa y nostalgia.
—Tampoco era exactamente mi sueño.
—Pero, ¿qué pasó? —preguntó Camila, tocándole el brazo con familiaridad—. ¿Te rendiste con el mundo?
—No lo sé. Digamos que… la vida me cambió.
—¿Para bien o para mal?
Sebastián no contestó. No sabía qué responder, en realidad.
Camila sacó su teléfono y deslizó la pantalla con unos dedos largos y perfectamente cuidados.
—Estoy por lanzar un nuevo proyecto con unos inversores de Madrid. Una startup con enfoque en IA y estrategias de inversión predictiva. Buscamos alguien con cabeza rápida. Y tú eras el más brillante de todos, Sebas.
Él se rió.
—Ya no soy ese.
—No digas tonterías. Mira —le mostró la pantalla—. Cena el jueves. Vienen dos socios de Dubái. Quiero que estés. Solo como consultor… al principio. ¿Te animas?
Sebastián miró a su alrededor. Clara estaba agachada ayudando a Mateo a abrocharse los zapatos. Sofía le tiraba galletas un pavo real con entusiasmo. Anita los miraba a todos desde una banca, con expresión difícil de leer.
Él tragó saliva.
—Dame tu número —dijo ella, como quien extiende una invitación que no se puede rechazar.
Camila sonrió con la seguridad de quien sabe mover los hilos sin que se noten. Sebastián se lo dio, sin saber que acababa de abrir la puerta a una vida que no era nueva, pero sí distinta.
Las siguientes semanas se sintieron como una vuelta a otro universo. Camila lo presentó a su círculo: gente bien vestida, de risas agudas y frases vacías pero elegantes. Y de pronto, sin que él lo buscara, apareció una oportunidad. Un trabajo. Una rutina diferente. Un entorno que hablaba otro idioma, uno que Sebastián empezaba a entender.
No engañó a Clara. No hubo mentiras, ni secretos. Solo una distancia que se fue estirando como una sombra al final del día. Sebastián empezó a salir por las noches, a vestir camisas que no olían a cereal ni a crayones, y a hablar de cosas que Clara no reconocía. Él tampoco las reconocía del todo, pero las repetía con soltura, como si fueran parte de una versión suya que había estado dormida.
—Estás volviendo a ser tú —le dijo Camila una noche, mientras brindaban con una copa de vino carísimo que sabía a nada.
Y lo peor era que Sebastián empezó a creerlo.
Las tareas quedaron olvidadas, casi como un mal sueño. Anita dejó de dejarle cartas. Él dejó de buscarlas. Su vida anterior se fue desdibujando, como una fotografía expuesta al sol.
Una noche, Clara lo esperó despierta. Estaba en pijama, sentada en el borde del sofá, con la luz tenue del pasillo iluminando su rostro. Parecía tranquila, pero había algo en su postura —en la forma en que sostenía el silencio— que lo hizo sentir culpable antes de cruzar la puerta.
Sebastián entró casi temiendo despertar a todos.
—¿Todo bien? —le preguntó ella con suavidad, como quien ofrece una última oportunidad de sinceridad.
—Sí. Solo estoy ayudando a una vieja amiga con un proyecto —respondió, restándole importancia al asunto, como si las palabras pudieran diluir lo que ya se había instalado entre ellos.
—¿Camila? —preguntó Clara, con una mirada que no exigía explicaciones, pero sí verdad.
Sebastián asintió.
Clara respiró hondo. No preguntó más. Solo dijo:
—No nos dejes atrás. A veces parece que estás más allá que aquí.
Él no supo qué decir. Se metió en la cama, pero tardó en dormirse. Dio vueltas de un lado a otro, mientras Clara, a su lado, se sumía en el sueño con la serenidad de quien ama sin condiciones.
Sebastián la observó. Su rostro dormido era magnífico. Le traía paz. Pero en medio de esa calma, una pregunta lo atravesó como una brisa helada:
¿Era suficiente?
Al día siguiente, Anita lo esperó en el auto. No llevaba su libreta. No hablaba. Solo lo observaba mientras él respondía mensajes en su nuevo teléfono de última generación.
—¿Qué? —dijo Sebastián, al notar su mirada.