Papá de imprevisto

El traje que no le quedó

Sebastián se paró frente al espejo del vestidor privado en el ático de Camila. La camisa blanca le ceñía perfectamente los hombros, y el saco azul medianoche resaltaba su porte. Parecía el hombre que había sido antes… o el que alguna vez creyó que debía ser.

—Impecable —dijo Camila, cruzando detrás de él y acomodándole la solapa con precisión quirúrgica—. Este es el Sebastián que recuerdo. El que sabía lo que valía. No el que pasaba las noches viendo caricaturas y sirviendo sopas.

Él sonrió, algo incómodo.

—No es tan simple.

—No, claro que no. Criar hijos nunca es simple. Pero tampoco lo es renunciar a ti mismo. Y eso hiciste.

Sebastián se miró otra vez. Se veía poderoso. Pero se sentía… prestado. Como un traje caro que no terminaba de quedarle. Como si el espejo devolviera una versión de sí mismo que hablaba otro idioma.

Las semanas siguientes fueron una maratón de cenas, cócteles, conferencias y presentaciones. Sebastián se convirtió en el consultor estrella del nuevo proyecto de Camila, el “cerebro brillante” que vendían con entusiasmo a inversionistas de nombres difíciles de pronunciar.

Tenía una oficina en el piso 19 de una torre de vidrio, con cafetera italiana, aire acondicionado que olía a éxito, y una vista que, en teoría, debía hacerlo sentir importante.

En la práctica, extrañaba el sonido de Mateo jugando con cucharas en la cocina.

Pero no lo admitía. Ni a Camila. Ni a Clara. Ni a sí mismo.

—¿Vienes a casa esta noche? —le escribió Clara por mensaje.

—Muy tarde. Tengo una cena con los socios.

—Mateo hizo dibujos para ti. Y Anita preguntó si querías ir al cine. Te extrañan mucho.

—Diles que los amo. Y que mañana hablamos.

Clara no insistió. Sebastián lo agradeció. Pero una parte de él se sintió como un cobarde. Sobre todo al mentir tan descaradamente.

La verdad era más compleja. No es que no quisiera verlos. Es que no sabía si los quería. No como se supone que un padre debe querer. Porque él no era ese hombre. No del todo. Venía de otra dimensión, de otra vida, donde los vínculos eran distintos, donde el amor no se construía con crayones ni películas animadas.

Y aunque ahora vivía en esta realidad, aún no sabía si quería quedarse.

—Necesitas cortar ese cordón —le dijo Camila una noche, después de una presentación brillante, mientras brindaban con copas que sabían a éxito y a distancia—. No puedes tener un pie allá y otro acá. Esa vida no es para ti. Tú eres otra cosa.

—No digas eso. No hables de mi familia así —le dijo con sinceridad.

—No hablo de ellos. Hablo de ti. Te estás apagando en ese mundo. Aquí, vuelas.

Y había algo de cierto. En las reuniones, Sebastián era escuchado, respetado, incluso admirado. No era “papá”, no era “el esposo de Clara”, no era “el que arruina las tareas de arte con purpurina torcida”. Era Sebastián. Inteligente. Capaz. Brillante. Volvía a tener su antigüa vida aunque aún estuviera en esa maldita dimensión.

Un lunes, mientras Clara preparaba desayuno sola, Anita lo llamó.

—¿Dónde estás? —se escuchaba desesperada. Temía que los planes se fueran de órbita.

—En el trabajo —le conestó casi resoplando.

—¿Otra vez?

—Es importante.

—Lo importante está aquí.

Ambos callaron.

La frase se le clavó como un puñal. Pero la enterró con una risa incómoda.

—No seas exagerada.

—No soy exagerada. Eres tú el que se achica. La vbida es más, mucho más que dinero, estatus y esas cosas.

—¿Qué puedes saber tú? Solo tienes como once años...

—Ni siquiera te sabes mi edad —le dijo triste antes de colgar.

Camila lo llevó a una fiesta en una casa flotante en un lago privado. Gente rica. Risas perfectas. Sebastián, con un vaso de whisky, escuchaba a dos hombres hablar de cómo ganar dinero invirtiendo en agua.

—¿Sabías que hay gente que compra bosques enteros solo para vender oxígeno en cápsulas? —dijo uno.

—Genios —dijo el otro.

Sebastián sonrió, pero en su mente apareció Mateo, disfrazado de árbol en una obra escolar. No supo por qué. Solo lo vio, quieto, con ramas de cartulina y una sonrisa tímida.

Más tarde, mientras Camila bailaba con los inversionistas, Sebastián se alejó. Se sentó en una esquina del muelle, donde la música apenas llegaba. Sacó el celular. Una foto: Clara con los niños en la playa. Clara llevaba un sombrero ridículo que Sofía le había hecho con papel de colores. El tipo de sombrero que solo se usa por amor.

Él no estaba en esa foto.

Esa noche soñó que Anita lo buscaba por una casa llena de espejos rotos. Lo llamaba, pero él no podía responder. Su reflejo le hablaba con reproche, como si supiera algo que él había olvidado. Y de fondo, Clara decía algo que no alcanzaba a entender. Era como si su voz viniera de otra dimensión, una donde aún lo esperaban.

Despertó. Camila dormía profundamente a su lado. No había pasado nada. Solo se había quedado a dormir allí. Era tarde, había bebido. Pero igual se sintió culpable. No por lo que hizo, sino por lo que no hizo.

Sebastián se sentó en la cama. Miró su nuevo reloj brillante. Ya no usaba el de madera que Anita le había regalado en la dimensión anterior. Ese reloj tenía marcas de crayón en la correa. Este, en cambio, brillaba como si nunca hubiera sido tocado por un niño.

Se levantó. Fue al baño. Se miró al espejo.

Y por un segundo, juró ver a Mateo detrás de él, disfrazado de árbol.

—¿Qué estás haciendo? —susurró.

El espejo no respondió.

Una tarde, en la oficina, recibió una notificación. Un dibujo escaneado enviado por Clara. Era de Mateo. Ellos cinco en una casa. Mateo había escrito "Mi familia".

Sebastián no aparecía y a los más pequeños casi no les importaba que no estuviera.

Sebastián aceptó viajar con Camila a una cumbre de inversores en Cartagena. Se iría una semana. Clara no dijo nada cuando se lo comunicó. Solo lo miró con ojos que ya no esperaban nada.




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