Camila se sentó en la esquina de su escritorio, cruzando las piernas con estudiada despreocupación. El tipo de gesto que parece casual, pero que está diseñado para ser visto.
—¿Sabes qué me gusta de ti? —dijo, girando la copa lentamente entre los dedos—. Que aún no decides quién eres.
Sebastián la miró, sin saber si eso era un elogio o una advertencia.
—¿Y eso te gusta?
—Me intriga. Es como ver a alguien en medio de una mudanza. No sabes qué se va a llevar y qué va a dejar atrás.
Él bajó la mirada. Pensó en el reloj de madera, en los dibujos de Mateo, en la voz de Clara que se perdía entre espejos rotos.
—Tal vez ya decidí —murmuró.
—¿Ah, sí? —Camila se inclinó un poco, como si quisiera leerle el pensamiento—. Entonces, ¿por qué sigues viniendo aquí los sábados?
Sebastián no respondió. Bebió otro sorbo. El vino seguía tibio. O tal vez él seguía frío.
Camila se levantó, caminó hacia la ventana. Afuera, la ciudad parecía suspendida en una pausa. Como si también dudara de sí misma.
—Por el nuevo comienzo —repitió ella, sin volverse.
Sebastián la observó. Y por primera vez, se preguntó si ese "nuevo comienzo" era suyo… o de ella.
El vino estaba tibio, o eso pensó. Pero tal vez era él el que estaba frío por dentro. Camila se sentó en la esquina de su escritorio, cruzando las piernas con estudiada despreocupación.
—Te ves diferente —dijo ella.
—¿Cansado?
—Más... suelto. Como si te estuvieras quitando esa armadura de hombre perfecto.
—No creo que nunca la haya tenido.
—Claro que sí. Con esa sonrisa de padre ideal, ese aire de salvador del mundo. Pero yo te conozco, Sebastián. Tú no naciste para jugar a la casita.
Él dejó la copa sobre la mesa, incómodo.
—Camila, si viniste para coquetear, este no es el momento.
—¿Y cuándo será? —dijo, poniéndose de pie, acercándose—. He sido paciente. No me he propasado, pero ya es suficiente. Solo te falto yo para volver a ser el de antes. Solo falto yo.
—¿Y cuándo será? —dijo, poniéndose de pie, acercándose con una calma peligrosa—. He sido paciente. No me he propasado, pero ya es suficiente. Solo te falto yo para volver a ser el de antes. Solo falto yo.
Y sin más, lo besó.
Fue un beso breve, suave, calculado. No hubo pasión, solo estrategia. Sebastián no respondió. Tampoco la apartó de inmediato. Había algo anestésico en esa sensación. Algo de vértigo. Como si estuviera cayendo en cámara lenta.
Y entonces, la voz los desconcentró.
—Sebastián...
Se separaron bruscamente.
En la puerta, con una pequeña bolsa de papel en la mano, estaba Clara. El vestido azul claro que llevaba no era lujoso, pero resaltaba con ternura la mujer que era. Una madre. Una esposa. Una compañera.
Una traicionada.
Camila no se movió. No bajó la mirada. No se disculpó. En sus ojos no había arrepentimiento, sino una chispa de satisfacción. Como si el momento hubiera sido planeado, como si el beso no hubiese sido solo un impulso, sino una declaración. Un golpe certero. Su postura era firme, casi desafiante, como quien ha logrado lo que quería: sembrar una duda, romper una imagen, marcar territorio.
Sebastián, en cambio, se quedó paralizado. El sabor del beso aún estaba en sus labios, pero no le traía placer. Solo culpa. No porque lo hubieran visto, sino porque sabía que no debía haber ocurrido. Porque no amaba a Camila. Porque, aunque el beso fue robado, él no se apartó a tiempo. Y eso lo hacía cómplice de una traición que no deseaba.
—Clara, espera —dijo él, avanzando con torpeza, como si el peso de sus propios errores le impidiera caminar con firmeza.
Ella dio media vuelta y salió. No corrió. No tembló. Caminó como quien ya ha entendido todo lo que necesitaba entender.
Sebastián corrió tras ella.
—¡Clara! ¡No es lo que parece!
Ella se detuvo. Giró lentamente. Tenía lágrimas en los ojos, pero no gritaba. Su voz era baja, firme, tan cortante como un vidrio recién roto.
—No… no debía pasar. Pero al mismo tiempo, Clara… nunca debimos estar juntos.
Ella lo miró como si él acabara de hablar en otro idioma.
—¿Qué estás diciendo?
—Somos un error de tiempo. Anacrónicos. Dos personas que no debieron encontrarse. Lo supe desde el principio. Solo… no lo quería aceptar. Pero tarde o temprano algo como esto iba a pasar.
Clara tardó varios segundos en reaccionar. El silencio entre ellos era espeso, como si el aire se hubiera llenado de cristales rotos. Cada palabra de Sebastián flotaba aún en el ambiente, como si se negaran a disiparse. Como si el universo mismo se hubiera detenido para obligarla a escucharlas una y otra vez.
Ella lo miró, incrédula. No por lo que había visto, sino por lo que acababa de oír. Porque el beso podía ser una herida, pero aquellas palabras eran una amputación.
—¿Estás diciendo que… lo nuestro era inevitablemente un fracaso?
Su voz tembló, pero no se quebró. Era la voz de alguien que aún quería entender, que aún buscaba una rendija de sentido en medio del derrumbe.
Sebastián bajó la mirada. No por vergüenza, sino por agotamiento. Como si cada frase que decía le arrancara algo de sí mismo. Como si estuviera confesando no solo una verdad, sino una renuncia.
—No lo sé. Solo sé que no pertenezco a esto. A esta vida.
Clara tragó saliva. El dolor en su cara era desgarrador. No solo por el beso. Sino por todo lo que acababa de oír. Por lo que no entendía. Por lo que no podía cambiar.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró. No aún. Era como si su cuerpo se resistiera a aceptar que aquello estaba ocurriendo. Como si su alma estuviera buscando desesperadamente una explicación que la mente ya no podía ofrecer.
—Entonces… tal vez lo mejor sea separarnos —dijo finalmente, con un hilo de voz.
Él no respondió. No negó. No luchó.
Y eso fue lo que la destrozó.
—Ni siquiera vas a intentar salvarlo —le dijo rota por dentro.