Papá de imprevisto

La reacción alérgica

Había pasado un mes desde la última vez que Sebastián vio a Clara y a los niños. Había llenado su agenda con reuniones, proyectos, cócteles de trabajo y noches solitarias frente al computador. Vivía entre correos electrónicos y whisky. Casi nunca dormía. No por insomnio, sino por una extraña y obstinada necesidad de no pensar.

No pensaba en Clara. Ni en... Anita.

O al menos, eso se repetía cada vez que el rostro de la niña lo visitaba, tenaz y dulce, en medio de alguna videollamada corporativa.

Fue un viernes por la tarde cuando recibió el mensaje.

Anita: “Quiero pasar tiempo contigo… y tu nueva novia.”

No estaba preparado para eso. Ni para la punzada que sintió en el pecho al leer la palabra novia.

Camila no era su novia. Era… algo o mejor solo era... Pero él, esa noche, accedió.

—Nos veremos mañana —dijo Sebastián.

—¿Con la niña? —Camila arqueó una ceja—. ¿Estás seguro?

—Ella quiere. Solo eso importa.

El restaurante tenía un nombre de esos que no sabías si era un plato o un planeta. “Café Ortuzar”. Camila llegó tarde y con gafas de sol en un día nublado. Llevaba un abrigo blanco que parecía recién planchado por ángeles y un perfume tan denso que desplazaba el oxígeno. El abrigo llevaba un dibujo de un unicornio.

Anita, en cambio, llevaba una cola mal hecha, su vestido de unicornios favorito, y una expresión que alternaba la sospecha con el sarcasmo.

—Hola, pequeña —dijo Camila, agachándose un poco, como si hablara con un perrito callejero—. ¡Qué linda viniste! ¿Te gusta este lugar?

Anita la miró sin pestañear.

—¿Te gustan los unicornios o es solo que quieres que yo crea que te gustan los unicornios?

Sebastián tosió.

Camila sonrió de manera tensa y pidió la carta.

—Vamos a pedir algo rico. ¿Te gusta la mantequilla de maní?

—No —dijo Anita.

—¿Estás segura? Tiene proteínas y es muy americana. Sebastián, tú solías comer eso todo el tiempo.

—Sí, pero no es... —trató de decir Anita.

—Un sándwich para ella, con mantequilla de maní y mermelada. Y uno para mí, sin mermelada. Gracias.

Sebastián no dijo nada. Anita cruzó los brazos.

—No quiero eso.

—Anita —intervino él—, por favor. Pórtate bien.

—Pero me dijo que me va a dar algo que no quiero.

—Seguro cuando lo pruebes te gustará.

Camila sonrió triunfante. Anita, resignada, bajó la vista.

Comieron en silencio. Un silencio que solo fue roto por una tos, suave al principio. Luego más fuerte. Y más fuerte.

Sebastián levantó la vista.

—¿Estás bien?

Anita tosió de nuevo, llevándose la mano al cuello. Su rostro empezaba a ponerse rojo. Luego… un ligero tono azulado.

—¡Anita! —gritó Sebastián—. ¿Qué pasa?

—¡Le cuesta respirar! —gritó Camila, retrocediendo.

—¿Qué comió? ¡¿QUÉ COMIÓ?!

—¡El sándwich! ¡El de mantequilla de maní!

Sebastián la alzó en brazos como si pesara aire. Corrió al auto. El corazón le latía en la garganta. Apenas podía meter la llave en el encendido.

—Aguanta, Anita, por favor —susurraba—. Aguanta, por favor, por favor…

Por suerte, el hospital estaba a cuatro cuadras. La atendieron enseguida. Anafilaxia. Inyección de adrenalina. Observación.

Dos horas después, Anita dormía en una cama del área pediátrica.

Clara irrumpió en la habitación como un huracán y preocupada por su pequeña Anita.

—¿¡Qué pasó!? ¡¿Qué le diste!? —le preguntó algo molesta.

—No fui yo... fue Camila...

—¿¡CAMILA!? ¿¡La dejaste a ella decidir lo que nuestra hija comía!?

—Yo no sabía que...

—¿Tú no sabías que es alérgica a la mantequilla de maní? ¡¿TÚ?! ¿El mismo que según Anita la ha llevado todos los años a emergencias cuando algo se le cruzaba por accidente?

Él bajó la mirada. No tenía defensa.

—No sabía que... que era real —murmuró recordando que al dimensión no era real.

—¿Perdón?

—Nada.

Clara lo miró, entre furiosa y desconsolada.

—Eres un extraño para todos nosotros. Para ella. Para mí. No sé en qué momento te convertiste en esto. Pero no puedo seguir permitiendo que lastimes a mi hija con tu egoísmo. Solo vete.

El teléfono de él suena

—Vete, seguro es urgente. alguna reunión —le dijo con amargura.

—No me iré. Me quedaré.

—Como quieras. Ahora no me puedo quedar estoy de guardia, pero le daré vueltas. La noche está bastante tranquila. sin emergencias.

Sebastián se quedó solo con Anita. La vio abrir los ojos lentamente. Aún tenía marcas de lágrimas secas en las mejillas.

—Hola, princesa...

Ella lo miró sin moverse. Sus ojos eran grandes. Demasiado grandes para tanto dolor.

—No quiero que estés aquí.

Él tragó saliva.

—Anita, yo...

—Quiero a mi papá. Al verdadero. El que me hacía tortas en las madrugadas cuando no podía dormir. El que cantaba horrible en el carro. El que me miraba como si yo fuera... todo.

Sebastián no supo qué decir. Solo sintió un nudo. El mismo que había intentado ignorar durante semanas.

—Yo terminaré las tareas —dijo finalmente, con voz quebrada—. Haré lo que sea. Para que él vuelva. Para que tú seas feliz de nuevo.

Anita lo miró con sorpresa. Y tristeza.

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Sebastián lloró.

Y no por Clara. Ni por lo que había perdido.

Lloró porque había descubierto, al borde de una cama de hospital, que sí amaba. Que siempre amó. Que ya no quería huir. Lloró porque quería esa familia, si la quería solo que no quería aceptarlo. Lloró porque le dolía que ella estuviera ahí, en esa cama. Lloró porque sintió lo que es ser padre por primera vez y vivir con el miedo de perder lo que más amas en la vida: tus hijos.

Solo que tal vez… ya era tarde.

Una semana después

El timbre no sonó. Sebastián tocó la puerta con suavidad, casi con miedo. No estaba seguro si venía a ver a Anita… o a Clara. Había pasado una semana desde el incidente en el hospital, y desde entonces, el silencio de Clara lo había hecho sentir más castigado que cualquier tarea absurda que Anita pudiera inventar.




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