El viernes llegó con una mezcla de ansiedad y determinación. Sebastián había planeado la fiesta de pijamas como si se tratara de una operación militar. Había comprado ingredientes para pizzas caseras, chocolate en polvo, malvaviscos, una linterna gigante, y hasta imprimió juegos de mesa por si acaso.
—¿Y esto qué es? —preguntó Anita al ver la “ruleta de retos” hecha con cartón y clips de oficina.
—Diversión análoga —respondió Sebastián con seriedad teatral—. Esto, jóvenes, es lo que hacíamos cuando no existían las tablets, los teléfonos ni el internet. En tiempos ancestrales, como el 2007.
Mateo soltó una carcajada.
—¡Eres muy raro, papá!
—Gracias, hijo. Es lo más bonito que me han dicho hoy.
Clara se despidió desde la puerta sin entrar. Llevaba puesto un vestido color vino que a Sebastián se le quedó grabado más tiempo del que hubiese querido admitir. El tono resaltaba su piel, su elegancia tranquila, esa belleza que no necesitaba esfuerzo para imponerse. Por un instante, él quiso decirle lo hermosa que se veía. Quiso acercarse, besarle la mejilla, detenerla aunque fuera solo para compartir una sonrisa.
Pero no lo hizo.
Porque entre ellos ya no había espacio para ternuras espontáneas. Porque las palabras que antes salían con naturalidad ahora se le atragantaban. Porque el beso que no dio cuando debía, y el que recibió cuando no debía, lo habían dejado sin derecho a gestos simples.
Así que solo la miró. En silencio. Con una mezcla de admiración y arrepentimiento que no se atrevía a nombrar.
—Cualquier cosa me llaman. —Su voz sonó correcta, fría, impersonal. Como si fuera una niñera hablando con el otro padre. Ni un atisbo de cercanía, ni una grieta por donde colarse.
—No va a pasar nada —aseguró él, intentando sonar ligero—. Ya leí tres blogs de maternidad. Estoy armado.
Lo dijo con una sonrisa que buscaba complicidad, pero que se sintió fuera de lugar. Como si estuviera contando un chiste en medio de una sala de espera.
Clara esbozó una sonrisa por compromiso, breve, tensa.
Sebastián respiró hondo. Solo estaban él y los niños.
—¡Muy bien! ¡Operación Fiesta de Pijamas ha comenzado!
Lo dijo con entusiasmo exagerado, como si fuera el presentador de un programa infantil. No porque se sintiera especialmente festivo, sino porque necesitaba que ellos lo sintieran así. Que no notaran el silencio que había quedado tras la puerta cerrada.
La primera misión fue la preparación de las pizzas. Sebastián dividió las tareas con solemnidad de general en campaña: Sofía se encargaba de esparcir el queso (aunque terminó comiéndose la mitad), Mateo eligió los toppings como si estuviera curando una obra de arte moderna, y Anita vigilaba que su “padre de alquiler” no hiciera trampa con el pepperoni.
—¡Ojo con ese movimiento sospechoso! —le gritó Anita, apuntándolo con una espátula como si fuera un detector de mentiras.
—¡Jamás me atrevería a traicionar la sagrada proporción del pepperoni! —respondió él, llevándose la mano al corazón.
—¿Y si le ponemos chocolate? —preguntó Sofía con los ojos muy abiertos.
—No estamos listos para esa clase de caos, princesa.
Las risas llenaron la cocina. Por un momento, todo pareció estar bien. Como si el mundo se redujera a masa, salsa y queso derretido. Como si el hueco que Clara le había dejado fuera solo una sombra pasajera.
Pero sabía que no lo era.
Y aun así, se prometió que esa noche los niños dormirían felices. Aunque él no pudiera. Aunque su mente estuviera con ella.
Después de la cena vino la segunda parte: la ruleta de retos. Sebastián la giró con energía. Cayó en: “Inventar una historia entre todos”.
—Empiezo yo —dijo Mateo—. Había una vez un robot que se llamaba Poco…
—…y que se enamoró de una nevera llamada Felicia —continuó Sofía.
—Pero ella solo quería guardar helado —aportó Anita.
—Así que el robot se disfrazó de aire acondicionado para impresionarla y terminó por enamorarse de su mejor amiga la computadora—cerró Sebastián.
Se rieron tanto que Mateo terminó con hipo. Sofía se recostó en su pecho. Anita, sin decir nada, tomó su mano.
—Lo estás haciendo bien —le susurró, como si se lo dijera a un soldado que finalmente estaba encontrando su norte.
Más tarde, armaron un campamento en la sala. Almohadas, mantas y una tienda improvisada con sábanas. Sebastián leyó un cuento inventado —“La princesa que no quería ser princesa porque prefería ser astronauta”— mientras los niños se acurrucaban.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Anita, mientras sus hermanos ya dormían.
—Claro.
—¿Por qué volviste?
Sebastián se quedó mirando el techo de sábanas sobre ellos. La pregunta lo agarró sin armadura.
—Porque ustedes... —Tragó saliva—. Ustedes me hacen querer ser mejor. No sabía lo que tenía hasta que estuve lejos.
Anita asintió como si ya lo supiera.
—Mi papá... el de verdad... también se equivocó muchas veces. Pero nunca dejaba de volver. No importa si no sabes cómo hacerlo todo perfecto. Solo sigue volviendo.
Sebastián no supo qué decir. Solo la abrazó con fuerza.
Cuando amaneció, había panqueques desastrosos y risas desordenadas. Sebastián les dejó dibujarle en la cara con marcadores lavables. Mateo le escribió “Campeón” en la frente. Sofía le hizo un bigote verde.
Esa noche, cuando Sebastián se fue, Anita le entregó una nota doblada en ocho partes. Decía:
“Tarea 7 completada. A veces, lo más importante no es hacer magia, sino quedarse cuando ya nadie cree en ella.”
Al reverso, con letra más pequeña:
“PD: Prepárate. La siguiente tarea va a doler un poco.”
Sebastián no pudo evitar reírse.
—Qué remedio.
Pero por primera vez, no le tenía miedo al dolor.