Papá de imprevisto

Un héroe equivocado

—¿Un desfile escolar? —Sebastián repitió con el ceño fruncido, sentado a la mesa de la cocina mientras intentaba descifrar el contenido de la mochila de Mateo—. ¿Eso no es solo caminar en línea recta mientras todos los padres fingen que no están aburridos?

—Claro, papá —respondió Anita desde el otro lado de la mesa, con su taza de leche tibia entre las manos—. Pero esta vez tú eres el responsable de todo.

—¿Todo?

—Ajá. El disfraz, el ensayo y la entrada triunfal. Esta es la octava tarea. ¡No puedes fallar! —dijo con una sonrisa traviesa, como si supiera que eso era exactamente lo que iba a hacer.

Sebastián suspiró. Su ánimo no estaba precisamente en su punto más alto desde la conversación con Clara la noche anterior. Ella había sido clara, como su nombre: el divorcio era inminente. No hubo lágrimas. No hubo reproches. Solo esa frialdad dolorosa que se siente cuando alguien deja de esperar algo de ti.

—¿Qué tengo que hacer exactamente?

—Mateo quiere ir disfrazado de científico, tipo Einstein. Debe presentar su experimento frente a toda la escuela y tú tienes que ayudarlo a prepararlo. —Anita entrecerró los ojos, analizándolo—. ¿Entendiste bien?

—¿Un científico loco? ¿No podemos hacer que sea... no sé, un karateka o un camarógrafo?

—No. —La niña lo miró con una mezcla entre ternura y juicio celestial—. Científico. Loco. Y no olvides el experimento.

Sebastián asintió. En ese momento Mateo entró a la cocina con una sonrisa de oreja a oreja y un dibujo desordenado en la mano. Mostró con orgullo su creación: un tubo de ensayo con espuma, un frasco con rayos eléctricos saliendo y un peinado que desafiaba la ley de la gravedad.

—¡Yo quiero hacer eso, papá!

—Claro, campeón —respondió, revolviéndole el cabello—. Harás historia.

Lo que no sabía Sebastián era que la verdadera historia que escribiría ese día no tenía nada que ver con tubos de ensayo.

La tarde anterior al desfile, Sebastián se encerró con Mateo en la sala, rodeados de cartulinas, pinturas, papel aluminio y un secador de pelo que había prometido convertirse en una “máquina generadora de rayos”. Anita supervisaba a distancia con una libreta en mano, como si calificara sus movimientos.

—¡No toques eso! —Mateo gritó cuando Sebastián intentó modificar el diseño del experimento—. ¡Así no era!

—¿Quién es el adulto aquí?

—Tú, pero solo por edad.

Sebastián parpadeó, sin saber si reír o llorar. Anita soltó una carcajada desde el sofá.

—¡Buen punto, Mateo!

Horas después, con el experimento semiarmado, el disfraz doblado con cuidado y la batería del secador cargando, Sebastián se fue a dormir con una leve sensación de logro. Por primera vez en semanas, no pensó en Clara antes de cerrar los ojos.

A la mañana siguiente, todo salió mal desde el desayuno.

—¡No encuentro el disfraz! —gritó Sebastián desde la habitación.

—¿Cuál disfraz? —preguntó Anita, entrando con calma mientras se comía una galleta.

—¡El del científico! ¡El que armamos ayer!

—Oh… creo que lo dejaste en el carro cuando fuimos por el secador.

Sebastián corrió hasta el auto solo para descubrir que había olvidado cerrarlo… y que el disfraz estaba empapado por la lluvia nocturna. Miró al cielo. ¿Esto es parte de la tarea también, Anita?

Diez minutos después, con el reloj pisándole los talones, entró a una tienda de disfraces de camino a la escuela. No había científicos. No había batas. Solo un disfraz de superhéroe barato con capa y máscara. Era eso o una calabaza. Lo tomó sin pensar.

Cuando Mateo entró al salón de actos, todos los niños vestían sus disfraces temáticos: una niña de Marie Curie, otro como Einstein, uno incluso con un volcán simulado en la cabeza.

Y Mateo… un superhéroe con una “M” enorme pintada en el pecho y una capa plateada que arrastraba por el suelo.

—¿Qué es esto? —susurró, mirando a Sebastián.

—¡Es el… el… Magno-Mateo! —improvisó él, nervioso—. ¡El científico con súper poderes!

—¡Yo no pedí esto! ¡Yo quería ser como el dibujo!

—Sé que sí, hijo, pero… fue un error. Olvidé el disfraz en el carro y llovió…

Mateo apretó los labios y miró hacia abajo. Sebastián sintió un nudo en el estómago.

—Puedo ir sin disfraz —dijo el niño, bajando la cabeza—. No quiero pasar vergüenza.

Fue entonces cuando Sebastián se agachó frente a él, lo miró a los ojos y dijo:

—Tú no necesitas un disfraz para ser increíble. Pero si quieres, podemos hacerlo divertido. Yo subo contigo. ¿Qué dices?

Mateo lo miró como si fuera la primera vez que veía a su papá de verdad. Luego asintió.

Cuando llegó el turno de Mateo, los murmullos en el auditorio se multiplicaron. Nadie entendía por qué el niño llevaba capa. Pero cuando Sebastián apareció con gafas gigantes y una peluca hecha con los restos del mocho de limpiar, el auditorio estalló en carcajadas.

—¡Soy el doctor ¡Ups! y este es mi asistente, Magno-Mateo! —anunció, teatral—. Hoy vamos a demostrar lo que pasa cuando combinas bicarbonato, vinagre… ¡y confianza en uno mismo!

Mateo, ahora más seguro, hizo el experimento mientras Sebastián hacía sonidos ridículos. Cuando la mezcla burbujeó y explotó, los aplausos llenaron la sala.

Horas después, en el pasillo, Clara se acercó a él. Llevaba los brazos cruzados y una expresión seria… pero sus ojos brillaban.

—Te vi ahí arriba —dijo sin preámbulos—. Haciendo el ridículo.

—¿Sí?

—Sí. Fue… lo más tierno y ridículo que he visto.

Él sonrió, sin saber cómo reaccionar.

—Mateo está feliz —añadió ella, con una voz más suave—. Gracias por eso.

—Gracias a él por darme otra oportunidad.

Ella asintió, pero no bajó la guardia. Todavía dolía. Todavía había distancia.

Esa noche, cuando Anita entró al cuarto de Sebastián, encontró al hombre sentado en la cama con una foto de los niños en la mano.

—Lo hiciste bien hoy —dijo ella, subiendo con él y abrazándolo por la espalda.




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