Papá de imprevisto

¿Quien es Mateo?

Las flores llegaron un martes. Sebastián las vio antes de quitarse los zapatos, justo en el centro de la mesa, como si alguien las hubiera colocado ahí a propósito. No eran las flores lo que lo inquietaba. Era la tarjeta. “Gracias por todo. M.”

Mateo.

El nombre le cayó como una piedra en el estómago. No por lo que significaba, sino por lo que robaba. Mateo era su hijo. Su pequeño. Su universo. Y ahora también era él: el compañero de Clara, el que cerraba todo, el que mandaba flores, el que parecía estar en todas partes sin estar nunca presente.

Sebastián odiaba que se llamara así. Odiaba que Clara dijera ese nombre con naturalidad, como si no notara la herida que abría cada vez que lo pronunciaba. Odiaba que ese nombre, que antes solo significaba ternura, ahora también significara competencia.

Se sentó a la mesa, cruzó los brazos, y la miró como si estuviera esperando que algo se confesara solo.

—¿Y ese quién es y por qué se llama como mi hijo? —preguntó Sebastián, con la mirada entrecerrada y los brazos cruzados como si estuviera contemplando una criatura alienígena en plena cocina de Clara.

—¿Ese quién? —preguntó Clara, sin levantar la vista del puré de papas.

—Ese... Mateo. El que te mandó flores el que cerró todo el otro día.

Clara soltó una carcajada leve y miró a Sebastián por encima del hombro.

—¿Estás espiándome?

—No, lo vi en la foto que subiste a Instagram. Salía la tarjeta.

—Ah, claro. Qué casualidad que justo te fijaste en la tarjeta.

—Estaba justo en primer plano... y con zoom... y con brillo aumentado... —murmuró Sebastián, sin sostenerle la mirada.

Anita, sentada en la mesa con la boca llena de cereal, los miraba como si estuviera viendo un capítulo nuevo de su serie favorita.

—¿Mateo es tu novio, mamá?

—¡¿Qué?! —gritaron Sebastián y Clara al unísono, mientras la cuchara de Anita caía en su tazón como un efecto dramático.

—No, cielo, claro que no —dijo Clara—. Mateo es solo un compañero de trabajo. Es nuevo. Nada más.

—Nuevo y muy generoso con las flores —añadió Sebastián, teatral.

—¿Estás celoso? —Clara arqueó una ceja, divertida.

—¿Yo? Por favor. Solo estoy... observando. Vigilando. Cuidando el perímetro.

—¿Qué eres, una alarma vecinal? —soltó Clara riéndose.

Sebastián fingió indignación, se sentó con los brazos cruzados y se tragó el comentario ácido que iba a soltar. No había forma de ganar esa conversación.

Mateo llegó a la escuela el viernes para entregar unas donaciones que la empresa de Clara había organizado. Lucía perfectamente peinado, con una camisa blanca ajustada y un suéter colgado sobre los hombros como si acabara de salir de una comedia romántica. Todo el colegio parecía iluminarse cuando sonreía. Incluso la directora, doña Estela, se sonrojó cuando le dio la mano.

Sebastián, que estaba pintando una cartelera con los niños, lo vio desde lejos, al compañero irritante de su esposa, porque ella aún lo era. Entornó los ojos como un vaquero en el oeste.

Mateo, mientras tanto, se agachaba junto a una caja de materiales, concentrado en separar los pinceles por tamaño. La cicatriz en su sien, apenas visible ya, se tensaba con el gesto. Sebastián la vio y sintió esa punzada conocida, mezcla de culpa y ternura. La herida había sanado, sí, pero él seguía revisándola con la mirada, como si pudiera leer en ella todo lo que no se decía.
Ese niño, con su frente marcada y su risa fácil, era el único que lograba desarmarlo sin esfuerzo. Y justo ahora, en medio de esa escena absurda, con Clara sonriendo demasiado cerca de Mateo, Sebastián sintió que lo que dolía no era la cicatriz, sino lo que había cambiado desde que apareció.

El compañero de Clara se acerca a la casa con lago en la mano.

—Ese es Mateo —dijo en voz baja, con el pincel temblando—. Mírenlo... caminando como si fuera dueño del pasillo.

—Camina normal —le dijo Anita, sin levantar la vista del dibujo—. Es más, camina mejor que tú.

—Gracias por el apoyo, hija. Me conmueve profundamente.

—Solo soy objetiva, tú caminas como si siempre tuvieras una piedrita en el zapato.

Mateo se acercó al grupo con una sonrisa radiante.

—¡Hola! ¿Tú debes ser Sebastián? —dijo, extendiendo la mano.

—Depende, ¿quién pregunta? —respondió Sebastián, sin moverse del banco.

Mateo parpadeó.

—Yo. Mateo. Trabajo con Clara.

—Ah, sí. Mateo. El de las flores.

—Sí, bueno, fue una cortesía, para agradecer su ayuda. Nada más.

—Muy linda cortesía. Muy... aromática.

—Gracias, trato de ser detallista.

Anita los miraba a los dos como si estuviera en medio de un duelo de titanes. Le faltaban las palomitas.

Sebastián bajó la mirada, respiró hondo y decidió hacer lo que mejor sabía hacer ignorar a Mateo.

Esa noche, Sebastián se quedó pensando en lo que Sofía le dijo al volver del colegio.

—Papá... creo que tienes competencia.

—¿Qué competencia?

—Mateo. Tiene más dientes que tú.

—¿Más dientes?

—Cuando sonríe se le ven más. Eso debe significar algo. Quizás también tiene más músculos.

—¡Sofía!

—Solo te advierto. Si quieres recuperar a mamá, vas a tener que mejorar esa sonrisa.

—Estoy de acuerdo con ella —le dijo Anita.

—Gracias, Anita. Tú cómo siempre de mi parte.

Sebastián suspiró. Desde que comenzó con las tareas, había hecho de todo: disfrazarse de Santa, jugar fútbol con niños hiperactivos, cocinar para el colegio... pero esto era nuevo. Un adversario humano. Encantador, musculoso, con camisa de lino. ¿Cómo se compite con una camisa de lino?

El lunes, Clara organizó una merienda con los niños y algunos padres. Su compañero, por supuesto, apareció con una bandeja de galletas caseras que él mismo había horneado. Sebastián llegó con una bolsa de pan de molde y mantequilla. Clara lo miró con resignación.

—¿Tú hiciste eso?

—Lo abrí con mis propias manos.




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