Sebastián no lo admitía en voz alta, pero desde que Mateo había aparecido en escena —con su camisa siempre planchada, su sonrisa blanca y sus zapatos que no conocían el polvo—, algo dentro de él vibraba Sebastián no lo admitía en voz alta, pero desde que Mateo había aparecido en escena —con su camisa siempre planchada, su sonrisa blanca y sus zapatos que no conocían el polvo—, algo dentro de él vibraba como una alarma de incendio.
No era celos, o al menos eso se repetía. No era posesividad. Era otra cosa. Una incomodidad que se instalaba en el pecho como una piedra tibia, que no dolía del todo pero tampoco se iba.
Claro que lo disimulaba, o al menos eso creía. Lo miraba de reojo en cada oportunidad, midiendo su altura (apenas dos centímetros más, y solo porque usaba zapatos con suela gruesa), su tono de voz (demasiado amable, como si estuviera vendiendo seguros), y, sobre todo, cómo miraba a Clara. Con una sonrisa ladeada que no ocultaba intenciones. Una sonrisa que no era vulgar, pero tampoco inocente. Y eso era, por decirlo suavemente, un gran problema.
Y lo peor no era que Mateo estuviera allí.
Lo peor era que Sebastián no sabía si él aún tenía derecho a incomodarse.
Porque cuando uno se aleja, cuando uno rompe, cuando uno deja de luchar, ¿puede reclamar lo que ya no sostiene?
Y sin embargo, la alarma seguía sonando. Baja, persistente, como si algo estuviera por incendiarse.
—¡Ah, el nuevo compañero de trabajo! —dijo Sebastián a Anita una tarde, mientras ella hacía la tarea en la mesa del comedor—. ¿Cómo era que se llamaba? ¿Matt?
—Mateo, papá, como TU HIJO —corrigió Anita sin levantar la vista—. Y mamá dice que es muy eficiente. Como solías ser tú.
Eso dolió.
—¿Y tú qué piensas de... Matt?
—Mateo —dijo Anita, ahora mirándolo con una ceja levantada—. Ma-te-o. Cómo tú hijo más pequeño ¿Recuerdas? Mateo me cae bien. Me trajo paletas el otro día.
Sebastián apretó los dientes. ¿Paletas? ¿Ese era el nivel de competencia ahora? ¿Paletas? Pensó en aparecerse en el trabajo de Clara con una orquesta o unos mariachis, Pero se contuvo. No hay que exagerar.
Una tarde, Clara le pidió que pasara por los niños porque tenía una reunión.
—¿Reunión con el equipo? —preguntó Sebastián, estirando el cuello como quien busca un nombre específico.
—Con Mateo y dos más —respondió Clara, sin darle mayor importancia.
Ese "y dos más" le sonó a excusa. ¿Quiénes eran los otros dos? ¿Cómplices? ¿Testigos? ¿Guardias de seguridad?
Sebastián suspiró camino a la escuela. El tráfico parecía moverse al ritmo de sus pensamientos, lento y denso. Al llegar, Anita, Sofía y Mateo ya lo esperaban con sus mochilas puestas.
—¿Cómo estuvo el día? —preguntó.
—Bien. Mateo se comió la plastilina —informó Anita.
—¡Era roja! Pensé que era fresa —se defendió Mateo con los labios manchados.
—¡Cielos! Realmente no eres muy brillante —dijo Sebastián mirando por en retrovisor, algo divertido.
—Si, como tú —le respondió Sofía —. Ninguno es muy brillante.
Sebastián frunció el ceño.
—¡Hey! —les dijo a los tres que reían a horcajadas.
Iban en el auto entre risas y promesas de no comerse más material escolar, pero su cabeza estaba en otro lado. O en otra persona.
A la noche, mientras dejaba los platos en el fregadero, vio a Clara en el sofá, revisando unas placas. Tenía el ceño fruncido y una lapicera en la boca. Sebastián se acercó con un vaso de agua como quien lleva una ofrenda.
—¿Estás trabajando mucho? —preguntó.
—Lo justo —respondió sin mirarlo.
—¿Y Mateo?
Ella levantó la vista.
—¿Qué pasa con Mateo?
—Nada... —hizo una pausa teatral—. Solo que me parece que le interesan más que tus planillas.
Clara lo miró por varios segundos, y luego soltó una carcajada tan genuina que hasta Mateo, desde su cuarto, gritó “¡chiste!”
—¿Estás celoso?
—Yo no. Solo soy un observador preocupado por la eficiencia del entorno laboral —replicó con falsa seriedad.
—Pues no te preocupes. Mateo es muy profesional. Y además... —bajó la voz y lo miró directo—. No estoy interesada en él.
Sebastián se quedó en silencio. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Dio un paso más cerca, como por inercia. Clara no se movió. Sus ojos estaban fijos en él, interrogándolo. Por un segundo pensó en besarla. Solo un segundo.
Pero fue ella la que rompió el momento.
—Sebastián...
—¿Sí?
—A los chicos les encanta cuando les lees antes de dormir.
Sebastián asintió. Apretó los dientes y resopló.
Días después, Mateo apareció en la puerta de la casa con una caja en la mano. Sebastián estaba de visita y abrió él mismo. Lo reconoció enseguida: la sonrisa, el perfume caro, el aura de “soy mejor que tú en todo”. Tenía nombre y apellido: Mateo Suárez.
—¿Clara está? —preguntó sin saludar.
—Hola —inquirió Sebastián mostrándole modales.
—Hola, disculpe. Busco a Clara
—¿Tú quién eres? —preguntó Sebastián levantando una ceja.
—Soy Mateo, su compañero de trabajo. Nos conocimos en la fiesta.
Sebastián lo miró de arriba a abajo.
—¿Y esa caja? —habló con desconfianza.
—Galletas. Las hice yo mismo.
Sebastián alzó una ceja. ¿Ahora era repostero?
Clara apareció, sonriente, detrás de él.
—¡Mateo! Qué sorpresa.
Sebastián lo dejó pasar como quien deja entrar una corriente de aire frío. No dijo nada. No hizo un gesto. Solo se quedó cerca, fingiendo revisar el celular, deslizando el dedo por la pantalla sin mirar realmente. Pero estaba escuchando. Claramente escuchando.
Mateo hablaba con esa voz templada, segura, como si cada palabra estuviera diseñada para caer bien. Comentaba algo sobre una exposición de arte, sobre lo mucho que los niños habían crecido, sobre lo bien que se veía Clara con ese vestido. Y ella, por supuesto, respondía con cortesía. No con entusiasmo, pero tampoco con distancia.