Sebastián no podía con su vida.
Desde que Mateo había aparecido como una especie de Ken latino con camisa de doctor en sonrisas perfectas y actitud de “yo sí te valoro”, su mundo se había desestabilizado. Clara se reía más en el trabajo, lo sabía porque la había visto en el café de la esquina, riendo con la cabeza echada hacia atrás como hacía tiempo no lo hacía con él.
Y no, no es que él la espiara. Solo… pasaba casualmente por allí todos los miércoles a las 10:15 a.m., como cualquiera que necesita aire fresco y dos capuchinos que no necesita.
Lo peor de todo era que Mateo no solo era encantador: era encantador con los niños. Anita había dicho, sin ninguna compasión por la salud emocional de su “papá interdimensional”, que Mateo les había enseñado a ella y a Mateo a hacer pajaritas de papel que volaban. Literalmente volaban.
"Las mías apenas planean," había murmurado Sebastián ese día, mientras una de sus pajaritas se estrellaba directamente contra el florero.
El sábado amaneció gris. Ideal para tormentas emocionales.
Clara lo había invitado —con mucha cortesía, casi con un guión de call center— a una tarde de juegos con los niños. Sebastián aceptó, aunque con el ego pisoteado y una bolsa de galletas como ofrenda de paz.
—¡Papá! —gritó Anita al verlo llegar—. ¿Trajiste el pastel de chocolate?
—Traje galletas —dijo él, con una sonrisa forzada.
—Ah. Igual sirve —concedió Anita, diplomática como siempre.
En la sala, Mateo construía una torre con bloques mientras Clara revisaba algo en su laptop. Llevaba un buzo ancho, el cabello recogido en una media cola, y se veía… hermosa. Maldición.
—Hola —dijo ella sin levantar la vista.
—Hola —contestó Sebastián, y tragó saliva. Decidió que era momento de hablar.
Se sentó a su lado, demasiado cerca, pero no tanto como para que fuera inapropiado. Acomodó sus manos en las rodillas. Ella fingió que no lo notaba.
—Clara —empezó—. Yo sé que no he sido la persona más coherente del mundo. Ni el más fácil. Ni el más… bueno, muchas cosas.
Ella levantó la mirada. Sus ojos eran grandes, pero no lo suficiente como para ocultar el cansancio que llevaban dentro.
—¿Y ahora qué? —preguntó con suavidad, pero sin dejar de mirar el computador.
—Solo… solo quería decirte que estoy tratando. Que estoy intentando estar aquí. Con ustedes. Contigo.
Ella lo miró ahora sí. Largo. Silenciosa.
—¿Y entonces por qué te alejaste tanto? —preguntó al fin.
La verdad lo golpeó como una ola helada. No tenía una respuesta decorosa. Solo la verdad: había sido un idiota, uno confundido, uno que aún no sabía cómo manejar lo que sentía.
—Porque soy un cobarde —dijo, finalmente.
Y ahí ocurrió: ella se acercó, le acomodó la camisa que estaba torcida y le dijo:
—Eso ya lo sabía. Pero me alegra que lo digas tú.
Hubo una pausa. Una de esas donde todo podría pasar. O nada. Él no se resistió.
—¿Puedo…? —susurró.
—¿Qué? —preguntó ella, sin moverse.
—Besar a la mujer que siempre veo hermosa, incluso cuando me mira con odio.
Ella parpadeó.
—No.
Él asintió, apenado.
—Pero —agregó ella, con una media sonrisa— puedes intentarlo más adelante. Cuando lo merezcas.
Sebastián sonrió como un niño que acaba de obtener una segunda oportunidad. Anita, que observaba desde el pasillo como una espía profesional, anotó algo en una libreta. Luego corrió hacia él y le susurró:
—¿Nueva tarea?
Al día siguiente, decidió reconquistarla. Así que compró flores. Muchas. Y un globo en forma de pato que decía “Eres cuac-uácamente perfecta”, porque no encontró nada más ridículo y adorable. Pero Clara no estaba en casa. En cambio, la madre de Clara, abrió la puerta con su sonrisa más falsa.
—Oh, Sebastián. Qué sorpresa —dijo, como quien encuentra una cucaracha en la cocina.
—Buenos días, señora. ¿Está Clara?
—No. Está trabajando. Mateo la recogió hace un rato.
Sebastián apretó los dientes, como quien mastica hielo.
—Ah —dijo—. ¿Y los niños?
—Conmigo. Como debe ser —remató ella—. ¿No cree que ya es hora de que empieces a tomar mejores decisiones? Mira que no estás para andar haciendo tonterías a tu edad.
—Gracias, suegra. Siempre es un placer que me recuerde mis fracasos financieros, emocionales y existenciales en menos de un minuto.
Ella se encogió de hombros.
—Solo digo lo que todos piensan. A veces Clara parece más madre tuya que esposa.
Sebastián suspiró. Dejó las flores sobre la mesa del recibidor.
—¿Puede dárselas? —preguntó—. Y decirle que estoy algo ocupado pero que puede llamarme cuando desee. Anita me asignó otra tarea.
La señora lo miró como si hablara en otro idioma.
—¿Una qué?
—Nada. Olvídelo. Buen día.
Más tarde, Clara llegó a casa. Las flores seguían en la entrada. Y el globo. Tomás lo reventó de inmediato, riendo. Anita, en cambio, tomó la nota que lo acompañaba y la escondió en su caja de secretos.
Clara la descubrió esa noche. Decía:
“No sé si merezco otra oportunidad, pero sí sé que mereces a alguien que intente todos los días estar a tu altura. Por eso, sigo aquí. No por mí. Por ti. Por los niños. Por nosotros.
— S.”
Ella lo leyó en silencio. No lloró. Pero esa noche, cuando se acostó, pensó en que, después de todo, los celos no eran tan malos… si te recordaban lo que aún te importa.