Clara no estaba de humor para hacer de guía turística ni de madre conciliadora, pero ese sábado se levantó con una corazonada terca. No era entusiasmo. No era optimismo. Era algo más primitivo, más visceral. Una intuición que no sabía explicar, pero que no podía ignorar.
Había pasado semanas observando a Sebastián, sintiendo que su presencia se desdibujaba lentamente entre los gestos forzados y los silencios incómodos. Estaba ahí, sí, pero como si su alma se hubiera quedado en pausa. Como si cada palabra que decía fuera una versión ensayada de sí mismo.
Y sin embargo, algo en su mirada seguía siendo suyo. No todos los días. No en todos los momentos. Pero a veces, cuando los niños decían algo absurdo, o cuando el café salía más fuerte de lo normal, aparecía esa chispa. Esa forma de mirar que ella conocía mejor que nadie. Como si debajo de todo el ruido, Sebastián aún estuviera intentando volver.
Por eso propuso una salida familiar: acuario y helado después. No por nostalgia. No por costumbre. Sino porque quería verlos juntos en un lugar donde no hiciera falta hablar demasiado. Donde los peces flotaran en silencio y los niños se encargaran de llenar los huecos.
Y si algo se movía en él —aunque fuera apenas—, ella lo sabría.
—¿Un acuario? ¿Estamos de acuerdo en que eso es solo un museo húmedo de animales tristes? —murmuró Sebastián al subir al auto, mientras Anita se acomodaba en el asiento trasero con su mochila de delfines.
—¿Quieres que volver a salir con Camila? —preguntó Anita desde el fondo, con esa puntería quirúrgica que había heredado, sin duda, de Clara.
—Silencio, pequeña sabelotodo —respondió él, conteniendo una sonrisa y encendiéndose los oídos —Con la única que quiero salir es con tu mamá.
Le guiñó un ojo a Clara y le sonrió de medio lado.
—No presiones —le dijo Clara intentando no sonrojarse y no sonreír.
Fracasó.
Mateo, el nuevo compañero de trabajo de Clara, le había enviado un mensaje esa mañana. "¿Seguro que no te animas al parque hoy? Va a hacer buen clima." Sebastián lo había visto. Clara no lo ocultaba; tampoco lo fomentaba, pero el hecho de que Mateo existiera le apretaba el estómago.
—¿Vas a estar todo el día con cara de pescado, o vas a hacer de padre divertido? —le preguntó Clara, Mateo, el nuevo compañero de trabajo de Clara, le había enviado un mensaje esa mañana. "¿Seguro que no te animas al parque hoy? Va a hacer buen clima." Sebastián lo había visto. Clara no lo ocultaba; tampoco lo fomentaba, pero el hecho de que Mateo existiera le apretaba el estómago. No por lo que hacía, sino por lo que representaba: una posibilidad.
—¿Vas a estar todo el día con cara de pescado, o vas a hacer de padre divertido? —le preguntó Clara, mientras esperaban para entrar al acuario. Llevaba unas gafas grandes, el cabello suelto, y una sonrisa desafiante. No era burla, pero tampoco ternura. Era una provocación medida.
—Estoy bien —respondió él, sin mirarla—. Solo me sorprende que el parque no fuera mejor plan.
Ella giró apenas el rostro, sin perder la sonrisa. Los niños estaban cerca, revisando los folletos del acuario como si fueran mapas del tesoro.
—¿Vamos a hacer esto aquí? —susurró Clara, sin perder la compostura.
—No estamos haciendo nada —dijo él, con ese tono que intenta sonar casual y solo logra sonar herido.
—Ah, claro. Nada. Como ese “nada” que te pone tenso cada vez que Mateo respira cerca.
Sebastián apretó los labios. No quería discutir. No frente a los niños. Pero tampoco podía fingir que no sentía lo que sentía.
—Solo me parece curioso que te escriba un sábado a las ocho de la mañana —murmuró.
—Y a mí me parece curioso que tú lo leas —respondió ella, sin levantar la voz.
Sofía se acercó en ese momento, mostrando un dibujo de un tiburón. Clara lo elogió con entusiasmo, y Sebastián se agachó para atarle el cordón a Mateo. La conversación quedó suspendida, como una nube que no llueve pero tampoco se disipa.
Cuando los niños corrieron hacia la entrada, Clara se quedó un segundo atrás. Lo miró de reojo, y dijo en voz baja, sin rencor, sin burla:
—Por lo menos sé que los celos son… por mí.
Sebastián soltó una risa seca, más por nervio que por humor. Ella se acercó un poco más, como si el murmullo necesitara menos distancia.
—Te ves… sexy cuando estás celoso —susurró, con una dulzura inesperada, casi melosa.
Él la miró, sorprendido. No por las palabras, sino por el tono. No era sarcasmo. No era burla. Era otra cosa. Algo que lo descolocaba.
—¿Eso te parece sexy? —preguntó, intentando sonar indiferente, pero con el corazón acelerado.
—Me parece real —dijo ella, y le rozó el brazo con los dedos, apenas. Como si no quisiera que los niños lo notaran, pero sí que él lo sintiera.
Sofía gritó desde la entrada: “¡Papá, ven! ¡Hay medusas gigantes!”
Clara se alejó con una sonrisa tranquila, como si no hubiera dicho nada. Como si no acabara de dejarle una piedra caliente en el bolsillo.
Sebastián la siguió, con los cordones mal atados y el estómago revuelto. Dentro del acuario, las luces azules se reflejaban en los cristales, y los niños corrían de tanque en tanque, fascinados. Pero él apenas los veía.
Solo sabía que estaba completamente loco por aquella mujer.
Y lo único que pensaba era en besarla.
Sofía corría de pecera en pecera con Mateo a cuestas, gritando los nombres de cada pez como si los conociera de toda la vida.
—¡Ese se llama Ramón! ¡Y ese otro, Capitán Pulpo!
—Me preocupa su tendencia a nombrar a todo con autoridad militar —dijo Clara, inclinándose hacia Sebastián.
Él se rió. De verdad. Clara lo miró de reojo, como si intentara reconocer en esa carcajada al hombre con quien se había casado. No era fácil. A veces parecía tener gestos nuevos, como si lo hubieran reprogramado.
—¿Sabes qué me parece raro? —dijo Sebastián, mientras veían una pecera gigante con tiburones.