Sebastián dejó el vaso de jugo a medio terminar sobre la encimera y fingió revisar el reloj como si el tiempo le ofreciera una excusa para no estar presente. Clara lo observó desde el otro lado del comedor, peinándole el cabello a Mateo antes de que saliera al colegio. Sofía luchaba con una media rebelde, mientras Anita terminaba su tarea en la mesa con una expresión que no se le escapó. Esa niña sabía. Siempre sabía.
Desde que había despertado aquella mañana abrazando a Clara, con los tres niños invadiendo el cuarto entre risas, saltos y voces que parecían demasiado grandes para sus cuerpos pequeños, algo se había desacomodado dentro de él. No era un pensamiento, ni siquiera una emoción clara. Era más bien una fisura, una grieta silenciosa que se había abierto en medio de la plenitud. Porque eso era lo que había sentido: plenitud. Clara con el cabello revuelto, medio dormida, riéndose sin abrir del todo los ojos. Sofía lanzándole una media como si fuera una broma privada. Mateo trepando por sus piernas como si fueran ramas de un árbol familiar. Anita, más callada, sentada en el borde de la cama, observando todo con esa mirada que parecía entender más de lo que decía.
Y él, en medio de todo eso, había sentido que pertenecía. No como un visitante, no como alguien que había llegado por error. Sino como alguien que había sido esperado sin saberlo. Como si su lugar hubiera estado ahí desde antes de que él lo descubriera.
Pero junto a esa certeza, había algo más.
Un miedo sordo, persistente, que no lo dejaba respirar del todo.
No podía borrar de su mente la calidez de esa escena… ni el temblor que le había quedado en el pecho desde entonces.
¿Y si completar la próxima tarea significaba irse?
¿Volver a su dimensión?
¿Desaparecer de sus vidas como si nunca hubiera existido?
La idea no era una posibilidad. Era una amenaza.
Le golpeaba como una verdad irrefutable, como una puerta que ya había empezado a cerrarse.
Y él, sin saber cómo, se había quedado justo en el umbral.
Mirando hacia adentro, deseando quedarse.
Mirando hacia afuera, sabiendo que quizá no podía.
—Papá, ¿vas a venir hoy a la clase abierta? —preguntó Sofía mientras se colgaba la mochila al hombro.
—Eh… no sé si pueda, mi amor. Tengo mucho trabajo —dijo, mirando a otro lado.
—¡Pero dijiste que sí ayer! —reclamó Mateo con la intensidad de quien se siente traicionado por un dios.
—Es que… surgieron cosas —murmuró él, acariciándole la cabeza a modo de disculpa, sin atreverse a ver a Clara.
Ella lo miró. No lo regañó. No dijo nada. Solo se limitó a seguir guardando las loncheras y a darles un beso a cada niño antes de salir por la puerta. Sebastián los acompañó hasta el auto, como siempre, pero esta vez la despedida se sintió distinta. Más pesada. Más densa.
Anita fue la última en salir, aunque ya tenía la mochila lista desde hacía rato. Se quedó unos segundos en el umbral, mirándolo.
—¿No vienes, pa? —preguntó con un tono que no era del todo inocente.
—No… hoy no. Tengo cosas que hacer. Y… bueno, tú sabes.
Ella asintió despacio. Luego bajó la voz.
—¿Es por la tarea?
Sebastián tragó saliva. Habría preferido mil veces un regaño de Clara que esa pregunta dicha con tanta calma.
—No hay ninguna tarea nueva. Todavía —dijo, cruzando los brazos como si eso fuera un escudo.
—No seas tramposo. Sabes que hay una.
—¿Quién dijo?
Anita lo miró sin inmutarse.
—Yo. Porque tú ya la sabes. Solo que no quieres enfrentarla.
El silencio entre ambos se volvió incómodo. Anita dio un paso dentro de la casa y dejó la mochila en el suelo.
—¿Podemos hablar un momento? —preguntó ella, y por un instante no parecía una niña, sino una vieja sabia disfrazada de pequeña.
Sebastián asintió.
Estaban sentados en el sofá. Ella cruzó las piernas como si estuviera en una junta ejecutiva, y lo miró con esos ojos oscuros que habían sido testigos de cada uno de sus cambios.
—Te estás echando para atrás —dijo sin rodeos.
—No estoy preparado —respondió él, como si fuera suficiente.
—¿Preparado para qué?
—Para… terminar esto. No quiero hacer otra tarea. No sé qué pasa después.
—¿Tienes miedo?
Sebastián bajó la cabeza. Era la primera vez que alguien se lo preguntaba así de directo.
—Sí.
Anita respiró profundo.
—¿Miedo de irte?
Él no contestó. Anita lo entendió.
—¿Y si allí es mejor? —preguntó, y la simple idea fue como un rayo de esperanza en medio de la tormenta.
—¿Y si no?
—Entonces aprovecha el tiempo que tienes. No desperdicies lo que ya lograste.
Sebastián se frotó la cara con ambas manos. No quería llorar delante de ella. No otra vez.
—Es que… no puedo. No puedo hacer como si no pasara nada, Anita. Yo era otra persona. Yo no los conocía. Y ahora no puedo imaginar mi vida sin ustedes. Y si hago esa tarea y eso significa que tengo que desaparecer…
Anita lo interrumpió, poniendo su pequeña mano sobre la suya.
—Tú nos conoces ahora. Y nosotros te conocemos a ti. Lo que sea que pase después, eso no cambia.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque tú ya cambiaste. Y nadie puede quitarnos eso.
Hubo un largo silencio. Sebastián cerró los ojos, tratando de asimilarlo.
—¿Cuál es la tarea? —preguntó al fin.
Anita sonrió.
—Después. Cuando estés listo.
El día pasó entre la rutina y el caos. Sebastián pasó por la escuela para ver la presentación de Sofía después de todo, aunque llegó tarde y se perdió su parte del poema. La niña fingió que no le importaba, pero no quiso subirse a su espalda como siempre. Mateo tampoco le pidió que jugaran fútbol en la tarde. Lo observaban, desconfiados. Sabían que algo pasaba.
Clara, por su parte, lo saludó sin mirarlo a los ojos cuando él llegó por los niños. Le preguntó si necesitaba algo, si tenía planes con ellos. Él negó. Ella asintió. Intercambiaron palabras sin alma, como si fueran desconocidos compartiendo un mismo techo por accidente.