Papá de imprevisto

Una carta

Anita lo esperaba sentada en el borde del sofá, con las piernas cruzadas y una libreta en el regazo. No lo miraba directamente, pero su voz tenía esa firmeza que no necesitaba volumen.

—La siguiente tarea es una carta.

Sebastián se detuvo en seco, con la chaqueta aún en la mano. La palabra le cayó como una piedra en el estómago.

—¿Una carta?

—Sí. Escribir lo que no has dicho. Lo que no pudiste. Lo que no te atreves.

Él se sentó a su lado, pero no demasiado cerca. Miró la libreta, luego a ella, luego al suelo.

—¿Y a quién se la tengo que escribir?

Anita no respondió enseguida. Pasó la página con cuidado, como si el papel pudiera romperse con el aire.

—A quien más te duela.

Sebastián soltó una risa breve, sin alegría.

—¿Y si no quiero hacerlo?

—Entonces no avanzas.

—¿Y si no quiero avanzar?

Anita lo miró por fin. No con reproche, sino con una tristeza que no se había permitido mostrar antes.

—Entonces te quedas. Pero no aquí. Te quedas en el lugar donde no pasa nada.

Él se levantó, fingiendo que tenía prisa. Le revolvió el cabello con suavidad, como si pudiera distraerla con afecto.

—Hoy no, Anita. Hoy no puedo.

Ella no insistió. Cerró la libreta. Lo dejó ir.

Pasaron semanas. La libreta quedó sobre la mesa, intacta. Anita no volvió a mencionarla.Y Sebastián, aunque la veía todos los días, evitaba su mirada cuando ella se quedaba en silencio demasiado tiempo.

El olor a pan tostado llenaba la cocina cuando Sebastián entró, con la camisa mal abotonada y el corazón más torcido que nunca. Clara ya estaba de pie, sirviendo leche en los vasos de plástico de los niños, el cabello recogido de cualquier manera, en bata y descalza, como si fuera cualquier otra mañana en cualquier otra familia.

Pero para él no lo era.

Ella le sonrió apenas lo vio.

—Buenos días —dijo, con esa calidez que ya no llevaba ni rencor ni dudas.

Él le devolvió la sonrisa. Quiso decirle algo. Quiso empezar con “Clara”, seguido de algo que sonara como “te amo” pero con palabras más verdaderas, más imperfectas, más reales. Algo que no pareciera arrancado de un libro cursi ni de una película barata. Algo que viniera de él. De este nuevo él que ya no era tan nuevo.

Pero antes de que pudiera decirlo, Sofía lo jaló del pantalón para mostrarle que había logrado peinar a su unicornio de peluche. Mateo derramó jugo en la mesa. Clara se agachó para limpiar sin perder la sonrisa. Anita se peleaba con el cierre de su mochila. Todo era un caos encantador.

Y él, en medio.

Clara pasó junto a él con un paño de cocina.

—¿Puedes cortar más pan? Los sándwiches no van a salir solos —dijo, sin detenerse.

Él asintió. Obedeció. Pero mientras cortaba rebanadas, pensaba: “Tengo que decirle. Hoy. No puede pasar otro día.”

Le acercó el pan y, por un segundo, ella lo miró de nuevo, más de cerca, como si sintiera la densidad en sus ojos.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo él, y después se arriesgó—. Estoy más que bien. Es solo que… he estado pensando en ti. En todo esto.

Ella sonrió de lado, con ese gesto suyo tan particular, y besó a Mateo en la cabeza antes de responder.

—Yo también he estado pensando —dijo—. Pero tenemos tres niños y un reloj que no se detiene. ¿Podemos pensar más tarde?

Él soltó una risa muda. No era una negativa. Era Clara. Si ella no lo interrumpía para limpiar una mancha o atar un zapato, no sería ella.

—Claro —dijo él—. Más tarde.

Metió a los niños en el auto con el torbellino habitual. Anita en el asiento del copiloto, con su mochila rosa fosforescente. Mateo cantaba una canción inventada que rimaba “escuela” con “abuela”. Sofía mordía una galleta a escondidas.

Cuando encendió el motor, Clara salió a la puerta, todavía con la taza de café en la mano.

—¡Gracias por llevarlos! —gritó, con una voz ronca de sueño.

—¡Siempre! —gritó él de vuelta, como si fuera una promesa eterna.

Clara agitó la mano. Sonrió. Y entró.

Sebastián la miró desaparecer y pensó que estaba más cerca de ella que nunca, pero aún así sentía que algo faltaba. Algo tan pequeño como un papel, tan grande como una confesión.

—¿Papá? —dijo Anita.

Él giró el rostro hacia ella. La pequeña lo observaba con esos ojos implacables que a veces eran demasiado sabios para su edad.

—¿Ya hiciste la carta?

Sebastián tragó saliva. El auto seguía en la entrada. Aún no había arrancado. Sofía cantaba. Mateo seguía inventando palabras.

Anita seguía esperando.

Él negó con la cabeza.

—No todavía.

Ella lo miró por un segundo más. No dijo nada. Solo se acomodó el cinturón y miró por la ventana.

Pero su silencio decía mucho más que cualquier sermón.

Y Sebastián, mientras ponía primera y tomaba el camino al colegio, sintió que el tiempo apretaba. Como si el reloj que Clara mencionó en la cocina también marcara una cuenta regresiva para él.

Una que ya casi llegaba a cero.

Sebastián esperó a que los niños entraran al colegio antes de hablar. Anita seguía sentada en el asiento del copiloto, con el cinturón puesto, las manos quietas sobre las piernas. No se movía. No lo miraba.

Solo observaba el cristal del auto, como si pudiera ver algo más allá del reflejo.

—¿Estás bien? —preguntó él, con voz baja.

Ella no respondió.

—Anita…

Ella giró apenas el rostro, pero no lo suficiente para mirarlo. Sus ojos seguían fijos en el vidrio, en el mundo que se desdibujaba detrás de él.

—¿Qué pasa?

Anita tardó en contestar. Cuando lo hizo, su voz era suave, como si hablara consigo misma.

—En todas las dimensiones, mi destino es el mismo.

Sebastián frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

Ella se volvió hacia él por fin. Lo miró con esa mezcla de ternura y cansancio que solo los hijos saben tener cuando entienden más de lo que deberían.

—Que no importa lo que cambie. No importa si hay guerra o paz, si tú estás roto o entero, si mamá está o no está. Siempre nos encontramos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.