La casa estaba llena de los sonidos familiares de la mañana: el tintinear de cucharas contra tazas, risas infantiles, y el rumor bajo del televisor con las noticias de fondo. Sebastián observaba a Clara desde la entrada de la cocina, apoyado en el marco de la puerta, como si quisiera detener el tiempo con los ojos.
Ella tenía el cabello atado en un moño improvisado, con un mechón rebelde acariciándole la frente mientras intentaba untar mermelada en las tostadas de Sofía sin dejar que Mateo derramara el jugo de naranja sobre el pan.
—¡Mateo, no! Eso es para beber, no para pintar la mesa —dijo Clara con una risa exasperada.
—Pero mami, si le pongo jugo, brilla más —protestó el niño con orgullo artístico.
Sofía, con la cara cubierta de mermelada, asintió muy seria.
Sebastián sonrió. Ese era el caos que ahora le parecía perfecto. Se acercó con paso lento, casi reverente, tomó una servilleta y limpió con delicadeza la cara de Sofía, quien le dedicó una sonrisa sin dientes y un "gracias, papi".
Clara le lanzó una mirada fugaz. Una mirada suave, sin resentimientos, pero también sin mucha atención. Estaba demasiado ocupada en lograr que todos terminaran el desayuno a tiempo. Ya no lo miraba con la tensión de hace semanas, ni con el enojo contenido. Pero tampoco con esa chispa que él había empezado a anhelar desesperadamente. Había cariño, sin duda. Y rutina. Y quizás… costumbre.
Sebastián quería más. Lo necesitaba. Y no podía esperar más.
Cuando por fin salieron hacia la escuela, el caos matutino lo acompañó hasta el auto. Mateo llevaba los zapatos cambiados, Sofía insistía en llevar una corona de princesa, y Anita… Anita no decía nada. Sólo lo miraba desde el asiento trasero con esa expresión de quien ya sabe lo que estás ocultando.
—¿Ya hiciste la carta? —preguntó Anita de pronto, justo cuando estaban por llegar a la escuela.
Sebastián tragó saliva.
—No todavía —murmuró.
—¿Por qué?
—No es tan fácil como parece.
Ella lo miró por el retrovisor. No lo regañó. No se burló. No hizo ninguna de las cosas que él esperaba. Solo suspiró y dijo con voz suave:
—Entonces habla. Aunque no sea con papel.
El día pasó como un parpadeo. Trabajos de la casa, una visita rápida al supermercado, una llamada de alguien que no recordaba y cortó sin dar explicaciones. Todo le parecía un eco lejano. Como si ya no perteneciera a ese mundo, pero tampoco pudiera salir de él.
Esa noche, después de que los niños se durmieran, Sebastián bajó con el corazón martillándole el pecho. Clara estaba en el sofá, leyendo un libro mientras tenía los pies tapados con una manta. Llevaba una camiseta vieja y una mirada tranquila. Tan hermosa, tan cotidiana… tan inalcanzable.
Se sentó frente a ella. Ella levantó la vista.
—¿Todo bien con los niños?
—Sí —dijo él, casi en un susurro—. Pero yo no.
Clara ladeó la cabeza.
—¿Te duele algo?
Él sonrió. Esa ternura natural de ella. A veces lo desarmaba.
—Sí —dijo, y se llevó la mano al pecho—. Me duele aquí.
Clara bajó el libro.
—Sebastián…
—No me interrumpas, por favor. Déjame decir esto, aunque no tenga sentido.
Ella asintió, sorprendida.
—No sé cómo llegué hasta aquí —dijo él—. A veces siento que esto no es real. Que voy a despertar en cualquier momento en otro lugar, en otra vida. Una donde nunca te conocí, o donde te conocí y no supe valorarte. Una donde fui un idiota y te lastimé. Una donde no tenía ni idea de lo que realmente importaba.
Clara frunció el ceño. Se incorporó un poco, como si intentara seguirle el hilo.
—Sebastián, ¿de qué estás hablando?
—Estoy hablando de ti —dijo él—. De que ahora sé que nunca había amado a nadie. De que si algún día despierto allá… en esa otra vida, buscaré la forma de encontrarte. Iré a donde estés. Te buscaré aunque no me recuerdes, aunque no me creas. Y esta vez… esta vez te amaré como mereces. Desde el primer momento.
Clara lo miró, desorientada. Conmovida. Pero también perpleja.
—No entiendo, Sebas…
—No importa —susurró él—. Solo quería que lo supieras.
Ella se quedó quieta un segundo. Luego sonrió, una sonrisa tibia, confusa. Se acercó y le dio un beso en la frente.
—Descansa —le dijo—. Mañana será un día largo.
Y se fue a su habitación.
Sebastián se quedó allí, solo en el sillón, con los ojos clavados en el lugar donde Clara había estado.
“¿Qué esperabas?”, se dijo. “¿Que te abrazara y dijera que todo tenía sentido?”
No. Lo que había dicho no tenía sentido para nadie. Pero había sido real. Honesto.
Y tal vez… ya era hora.
Subió las escaleras en silencio. Fue hasta el escritorio que Clara usaba para organizar los horarios de los niños y buscó una hoja en blanco. Luego encontró un bolígrafo, y se sentó.
Durante un largo rato no escribió nada. Sólo sostuvo el bolígrafo como si fuera una varita mágica que no sabía usar. Luego, con un suspiro, escribió:
"Querida Clara:"
Las palabras empezaron a fluir. No con facilidad, pero sí con verdad. Palabra tras palabra, frase tras frase, dejó que su corazón se desbordara. No sabía si eso lo liberaría, si lo llevaría de vuelta a su mundo… o si lo anclaría para siempre a esta vida. Pero por primera vez, no le importaba.
Terminó la carta. La dobló con cuidado. Y por primera vez en días, se sintió un poco más ligero.
Afuera, la noche estaba silenciosa. Pero dentro de él, algo comenzaba a moverse.
Como si el tiempo, al fin, estuviera esperando su siguiente paso.
Clara estaba en la cocina, recogiendo los restos del desayuno que nadie había terminado. El sol entraba por la ventana con esa luz tibia de las mañanas que parecen prometer algo, aunque no se sepa qué. Sebastián entró sin hacer ruido. No parecía apurado, pero había algo en su forma de caminar que no era la de siempre. Algo más liviano. O más decidido.
Ella lo miró, extrañada.