Clara había preparado lasaña. De esas que hacían que la casa entera oliera a hogar. Sebastián la observaba moverse entre la cocina y la mesa, repartiendo platos, sirviendo jugo a los niños, apartando el cabello de Sofía con un gesto maternal. El corazón le latía en la garganta.
La carta estaba en su bolsillo trasero. Doblada en cuatro. Temblando como él.
—¡Mamá, quiero más queso! —gritó Mateo con la boca llena.
—Mateo, no grites en la mesa —le advirtió Clara, aunque sonrió al rasparle queso extra.
Sebastián no comía. Solo miraba. Clara, los niños, la escena. Lo que había estado a punto de perder.
—¿Todo bien? —preguntó Clara, alzando una ceja.
Él asintió. Luego se aclaró la garganta. Sus dedos temblaban cuando sacó el papel.
—Quiero… decir algo —anunció.
Anita, que hasta ese momento había estado robando trocitos de pan de la cesta, se detuvo en seco. Lo miró fijamente.
Clara se sentó, sorprendida.
—¿Qué pasa? ¿Todo bien?
—Sí —dijo él. Se puso de pie—. Solo quiero… leer algo que escribí.
—¿Una carta? —preguntó Mateo—. ¡¿Es para mamá?! ¡Guácala!
—Shhh —dijo Sofía, con los ojos brillantes—. Quiero escuchar.
Sebastián desdobló el papel. Clara frunció el ceño, confundida, pero no lo interrumpió.
Él tragó saliva. Y leyó.
“No sé cómo comenzar esto sin parecer un tonto, pero quizá ya lo he sido tanto, que no queda mucho por perder. Nunca supe lo que significaba el amor. Creí que era posesión, conquista, pasión de una noche. Hasta que te vi mirar a nuestros hijos como si fueran lo más importante del mundo. Hasta que descubrí cómo tu cansancio se esconde tras una sonrisa. Cómo amas sin pedir nada. Cómo estás, siempre estás.”
La voz le temblaba, pero siguió.
“He sido egoísta, distante, un idiota muchas veces. Pero cada uno de estos días contigo, con los niños, con esta vida que no elegí pero que ahora no quiero perder, me ha enseñado algo. Que el amor no es perfecto, ni fácil. Es elegir todos los días. Y hoy te elijo a ti. Te elijo incluso si no me recuerdas. Incluso si no entiendes por qué esta carta es tan importante. Solo quiero que sepas que te amo. Te amo con todo lo que soy. Y si alguna vez me pierdo, si me voy… prometo encontrarte. En cualquier mundo.”
Hubo una pausa. El papel crujió entre sus manos. Pero aún quedaban palabras.
“Gracias por cada gesto. Por cada mirada que me sostuvo cuando no lo merecía. Por cada noche en que no dijiste nada, pero te quedaste. Gracias por enseñarme que el amor no siempre grita, que a veces solo respira cerca. Que a veces solo espera.”
“Si mañana despierto en otro lugar, si el tiempo me arrastra lejos, quiero que sepas que esta fue mi verdad. Que tú fuiste mi hogar. Que los niños fueron mi luz. Que esta vida, aunque prestada, fue la única que me hizo sentir completo.”
“Y si alguna vez me ves en otro cuerpo, en otra historia, en otra versión de mí… mírame a los ojos. Yo estaré ahí. Esperando que me reconozcas.”
Hasta Sofía tenía la boca abierta.
Clara lo miraba sin parpadear. Una lágrima le resbalaba por la mejilla, sin que ella se diera cuenta.
—¿Qué…? —empezó a decir—. Sebastián, ¿esto es…?
—Es para ti —interrumpió él con una sonrisa torcida—. Solo quería que lo supieras.
Ella bajó la mirada, abrumada. Parecía buscar palabras en un idioma nuevo.
—No entiendo… del todo. Pero… gracias —susurró.
—¡Eso fue muy romántico! —dijo Sofía, aplaudiendo—. ¡Papá está enamorado!
Anita no decía nada. Solo lo miraba. Y al final, sonrió con un dejo de orgullo y tristeza.
—Pusiste el corazón —le dijo bajito cuando se sentó—. Al fin.
La cena continuó con risas y algunos comentarios incómodos de Mateo sobre si ahora papá y mamá iban a besarse frente a todos. Clara seguía algo distante, emocionalmente confundida. Pero sus ojos no mentían: algo en ella se había movido.
Sebastián se sentía más liviano. Como si algo dentro de él, una resistencia vieja y oxidada, se hubiese roto al fin. Ya no tenía miedo de sentir. Solo de perder lo que había encontrado.
Cuando se levantaron de la mesa, y Clara se llevó los platos, él se le acercó y tocó su brazo suavemente.
—Te amo.
Ella no respondió. Solo lo miró por unos segundos, larguísimos, como si quisiera decir algo pero no supiera cómo. Luego, simplemente le sonrió.
La noche llegó con una paz inusual. Los niños dormían. Sebastián, sentado en el sofá, sintió por primera vez en su vida que estaba en casa.
Y sin que nadie lo viera, Anita apareció en la puerta, con un brillo en los ojos que solo los sabios o los viajeros de otras dimensiones podrían entender.
—Te falta una sola —le dijo, antes de desaparecer en la penumbra.